Dibujar me hacía feliz. Tenía diez u once años y rellenar folios en blanco con héroes, personajes narizones y ondas vitales me divertía horrores. Lo hacía en mi tiempo libre. Y también en clase: márgenes de libros, libretas, apuntes, mesas y pizarras. Todo valía. Entonces fui a patinar por primera vez en mi vida a ‘Don Patín’ (local que los ochenteros recordarán) y me partí la muñeca derecha. Escayola y varios meses sin coger un lápiz.
‘Intocable’ es la comedia francesa del año no por hacernos reír cuando deberíamos llorar, sino por hacernos llorar en mitad de una carcajada. Philippe es un rico filántropo que vive recluido en una cárcel de piel, huesos y músculos: es paralítico de cuello para abajo. Dris, pobre, parado y ex convicto, termina trabajando para él como su cuidador personal. Desde el primer minuto, Dris no tendrá pelos en la lengua para tratar a Philippe como uno más, sin complejos ni melancolía. Y esa será la clave para crear una amistad más fuerte que las barreras invisibles que separan a ambos del ‘mundo real’.
La sencillez de ‘Intocable’, una película fácil de ver, choca con el enorme océano de reflexiones al que nos enfrenta. ¿Se puede superar todo? ¿Cuántas veces podemos aprender a vivir? ¿Estamos obligados a aceptar la adversidad? Preguntas que buscan respuestas en el arte -la música, la pintura- que Philippe enseña a Dris con la pasión de un profesor vocacional. Ambos, químicamente engarzados, interpretan con brillantez la esencia de las cosas al son del siempre genial pianista Ludovico Einaudi.
Tal vez algo sobrevalorada, la comedia francesa cumple su objetivo: enternecer, meditar y arrojar esperanza. A mí me recordó, en una pequeña, humilde e insignificante escala, a aquella vez que no pude dibujar, no por falta de ganas, sino por tener los dedos recluidos bajo un cabestrillo. Siempre lo recordaré como la época en la que aprendí a dibujar con la izquierda.