Acodado en la barra del bar, sosteniendo palabras graves que flotan con una sonrisa que se hace querer, orgulloso pretendiente de toda mujer que camine y noble hermano de armas de cualquiera que comparta un par de vasos de vino y un brindis por los errores cometidos. Sancho Gracia. En el cine español hay pocos actores con tanto carisma, con tanto talento y tanta virtud que guste pronunciar su nombre con orgullo: Sancho Gracia, maldita sea.
Enrique Urbizu vio en él el blanco y negro de un personaje fascinante. De hecho, Sancho fue su primer ‘Santos’ en la sensacional ‘La Caja 507’, quizás la primera inspiración de Coronado para conjurar al protagonista de ‘No habrá paz para los malvados’. El teatro gozaba con el poderío de una voz que revolucionaba las butacas con una pasión desbordante y apasionada. Y la televisión, claro, jamás dejará de emitir las aventuras del valeroso Curro Jiménez, emblema y héroe de un país donde el corrupto ajusticia y el honrado cabalga.
Pero mi último recuerdo de Sancho Gracia, el que más repito como si fueran las palabras de mi propio abuelo, es el monólogo por el que latía el western anacrónico de Álex de la Iglesia, ‘800 balas’. ¿Lo recuerdan? Julián (Gracia), se arrodilla ante su nieto de diez años para despedirse, antes del duelo, con un consejo que olvidamos pronto y siempre se recuerda tarde: «Escúchame bien. En la vida hay momentos jodidos, pero jodidos de verdad. Muchos más de los que tú te puedes imaginar. Eso no hay Dios que te los quite. Hay que aprovechar los intervalos entre putada y putada… No divertirse cuando uno puede, es el mayor pecado del mundo».
Murió tantas veces con un revólver en la mano, declamando guiones que tornaba en poesías, que se hace injusto que sea un jodido y cobarde cáncer el que haya apretado el gatillo final. Sancho Gracia. Sancho Gracia, maldita sea, descanse en paz.