Sentí que la sala miraba al tipo de la silla de ruedas con la compasión del soldado que esquivó la bomba. Fueron apenas dos minutos. Quizás menos. Pero el gesto es imborrable. Eran tres, los tres jóvenes, pero sólo dos, un chico y una chica, andaban. Entraron en la sala los últimos, cuando todos estábamos sentados y los tráilers estaban a punto de empezar. Como les digo, era imposible no fijarse en ellos.
El chico empujaba la silla entre bromas mientras los otros dos reían a carcajadas. El de la silla, al que, si les parece, llamaré Joe, como el protagonista de la película que íbamos a ver, miraba de soslayo la enorme pantalla crecer a su vera, como el niño que espera ansioso el paso de la cabalgata de Reyes. Los tres amigos llegaron hasta la esquina izquierda de la sala, donde acomodaron la silla y enfocaron los ojos de Joe hacia la tela. El cine es amplio, pero no puedo evitar hacerme la pregunta: “¿Verá la película bien desde allí?”
Supongo que esa ignorancia demostrada, esa ingenuidad condescendiente y estúpida de mis palabras justificó la enorme emoción que erizó cada poro de mi piel cuando vi cómo, con toda naturalidad -la naturalidad de una vida juntos, supongo-, el chico levantaba en sus brazos a Joe. Y Joe cruzaba sus brazos tras su cuello. Abrazados en un gesto rutinario para ellos y alucinante para nosotros.
El chico subió las escaleras sin dejar de reír, alargando el chiste que pronunciaba al entrar en la sala, como si tal cosa. Y mientras, yo les veía como auténticos héroes, buscando sus asientos en la fila nueve. ¿Saben esa sensación de que de repente todos los detalles del día parecen parte de un complejo guion que quiere contarte algo? ¿La sensación de que hay situaciones esperando a que te sientes en la butaca para que les prestes la atención que merecen? Así nos sentimos. Fíjense la tontería. Ése gesto lo harán a diario. Para nosotros, sin embargo, mereció una tremenda, contenida y silenciosa ovación.