Es complicado ver ‘Frankenweenie’ y no iniciar un debate interno sobre la consideración de la crítica. Es decir. Sí. Me gustó la película de Tim Burton. Me gustó que fuera en blanco y negro, su gusto por lo tétrico, su carismática animación –tan fiera como melancólica–, su poderío musical y su amor confeso por los clásicos del terror. Es, como se ha dicho hasta la saciedad, la vuelta al Tim Burton de sus orígenes. El Tim Burton que interesa. Y no el fantoche de ‘Alicia’, que se quedó a medio camino de cualquier cosa.
Por otro lado, es el original y es, también, el mismo Tim Burton de siempre: niño solitario y genial con un laboratorio repleto de aparatos extraños y elipses negras que giran sobre personajes excéntricos, barrios desfavorecidos y motivos amorosos de tintes fantasmales. Cuando Burton se mueve en estos círculos, lo hace con facilidad. Con talento. Con arte.
¿Puede Burton ser repetitivo y ‘bueno’ al mismo tiempo? Sí. ¿Puede dejar un poso tan arrebatador como el primer visionado de ‘Eduardo Manostijeras’ o ‘Bitelchús’? No, no puede. No, al menos, al espectador con cierta experiencia cinematográfica. Si hablamos de unos ojos primerizos, descubridores, intrigados por un universo desconocido, tal vez funcione como gatillo para disparar un interés por visitar el videoclub.
Llego a una conclusión con ‘Frankenweenie’: si Tim Burton necesita remover sus propios guiones para conseguir una historia que merezca la pena firmar, adelante. Eso será siempre mejor que una película mediocre y ayudará a mantener un estilo que, pese a ser insistente, guarda a un enorme y fiel ejército de fanáticos.
Además, el mercado de películas de animación coloristas y pituferas está colmado. Un toque de tenebrismo, de muertos vivientes y de gigantescos monstruos con aspiraciones destructivas, es de agradecer. Lo que ya no sé es si los niños podrán ver la película y evitar las pesadillas.