Ayer me colé en la casa de Georges y Anne, dos ancianos que han escrito una vida plena. Ellos no lo sabían –o eso creo–, pero yo estaba allí, agazapado detrás de cada pared, de cada dormitorio, de cada ventana que filtra la escasa luz que les queda por consumir. Son un matrimonio culto, atractivo, repleto de anécdotas y experiencias. Diría que han sido profesores. Profesores de música. Y que aman el arte como un hijo más. Pero me sentí mal. Sentí que me inmiscuía en los últimos días de su amor. Su Amour. Sentí que violaba su intimidad, que presenciaba un momento privado, doloroso y agotador, al que nadie debería ser invitado: la muerte.
‘Amor’, de Michael Haneke (‘La Cinta Blanca’), es un drama silencioso. Una definición tan real que me da miedo. Me da miedo ver tanta realidad. Me aterra saber que lo que veo en pantalla es real; será real. Muy real. Es imposible no transformar las caras de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva (Georges y Anne) en los ojos de una abuela moribunda, de un padre enfermo o de un amigo que no consiguió vencer a las horas. Estamos ante una película sin artificios, sin escurrir. Carne cruda.
Hacía tiempo que un film no me destrozaba tanto por dentro. Tiene facilidad para revolver las entrañas y para recuperar de su álbum de fotos particular el blanco y negro de otros tiempos. ‘Amor’ es la muestra más cercana del amor. El amor entendido como pasión vivida y sufrimiento diario. El amor como la carga sobrehumana que nos empuja a hacer cualquier cosa –cualquiera– por la persona que nos da un «te quiero».
He entendido lo que puede llegar a ser el amor. Lo doloroso que puede ser y, por tanto, el gesto tan bravo, valiente y admirable que es mantener el compromiso a lo largo de los años. Pero no puedo recomendar a nadie que vea ‘Amor’. No, al menos, si no están preparados para hablar de la muerte –ésa que llega sin música de fondo, ésa que rellena las esquelas del periódico–.
Ayer me colé en la casa de Georges y Anne y sigo aterrado. No, no puedo recomendar ‘Amor’. No estamos preparados. Aún somos jóvenes. Aún, inmortales.