Tarantino, el Western y sus héroes están por encima del bien y del mal. Por encima de vaqueros atractivos y bandidos desdentados. Por encima de tareas honorables y limpiezas de sangre. Por encima de duelos al atardecer, pianos borrachos, galopadas imposibles, trenes de oro y riscos impenetrables. Por encima del amor, el odio, la voluntad, la vengaza y el color de piel. Demonios, por encima de Ford y Leone: ‘Django Desencadenado’ esconde lo intrépido de las composiciones de Morricone, la chulería del jazz, el swing del rock y la violencia del rap.
Es apabullante la facilidad que tiene el director de ‘Reservoir Dogs’ para escribir personajes ricos, teatrales y carismáticos. Jaime Foxx, Christoph Waltz, Leonardo di Caprio y Samuel L. Jackson bordan el Oeste llevado al extremo y construyen una tremenda novela gráfica que acapara la atención desde el primer impacto: las cicatrices en la espalda de Django. Un fotograma que despierta la imaginación del espectador y subraya, inteligente, que la historia de Tarantino no empieza ahora.
A partir de ahí, la película formula una idea, un narcótico prohibido y estimulante. La grosería exagerada resulta adictiva, malsana la casquería de palabrotas, golpes y desparrames psicóticos. Dan ganas de verla a escondidas, como si fuera una fruta prohibida, para que nadie sepa que te relames. ‘Django Desencadenado’ es puro instinto, una honra a la misma raíz del Western con un magnífico aporte de originalidad. Las anacronías de las gafas de sol, la música inesperada y la ropa colorida dibujan una imaginería poderosa, de cómic, con una estructura narrativa sorprendentemente clásica.
Waltz es una suerte de Obi Wan y Foxx, un Skywalker. El camino del héroe reinventa a un esclavo repudiado por su condición de negro y lo eleva como un ave fénix, como un Jedi desconocido que aparcaba sus pasiones en lo profundo de Tatooine. Waltz y Foxx forman una pareja brillante, tan entrañable como bestial. Django es muy entretenida, pese a sus dos horas y cuarenta minutos. Es un reto que sobrepasa lo establecido. Y es una genialidad que revalida el título del único y más maldito de los bastardos: Tarantino.