La locura es un bien poco codiciado. El motor de una creatividad a veces incomprendida y, otras, admirada. ‘Siete Psicópatas’ es un fuente de Coca Cola en el desierto, un avión de papel con pasajeros, una pantalla de Amstrad en 3D, un bocadillo de chocolate en un día sin pan. La película de Martin McDonagh (‘Escondidos en Brujas’) es lo suficientemente liosa como para aseverar, rotundos, que es una sencilla genialidad. Hacía tiempo que un guión no me pillaba tan desprovisto de armas, tan con el culo torcido y las cejas elevadas, como cuando ves a un oso panda hacer punto de cruz.
Marty (Colin Farrell) está escribiendo un guión para una película que se titulará ‘Siete Psicópatas’. De hecho, eso es lo único que tiene: el título. Su amigo Billy (Sam Rockwell), actor vocacional y secuestrador de perros profesional, le animará a seguir a un asesino que se dedica a disparar a grandes mafiosos de la ciudad. Hans (Christopher Walken), compinche de Billy, sigue pendiente la evolución de su mujer en el hospital. Pero ninguno de los tres esperaba que Charlie (Woody Harrelson), un salvaje delincuente, se cruzaría en su camino por un pequeño Shih Tzu (una raza de perro, por si las moscas).
Los cuatro actores mencionados son cuatro razones más que suficientes para ver ‘Siete Psicópatas’, con especial subrayado para Rockwell y Walken, dos intérpretes carismáticos que atrapan nuestra atención con una locura extraordinariamente racional. McDonagh repite un éxito de largo recorrido, una película de esas que llega con poca promoción pero que, al igual que sucedió con la de Brujas, triunfará, con el paso del tiempo, gracias al boca a boca.
Me divertí mucho. Mucho, como hacía tiempo. Ayuda el hecho de acudir a la sala con pocas expectativas (algo que, me temo, les he podido estropear; por favor, olviden lo leído), que es una película de una duración normal (no supera las dos horas; gracias) y que es de una originalidad poco común en la cartelera. Rara avis. Deliciosa rara avis.