Apareció una Navidad con un regalo inesperado. Teníamos diez u once años y nos pasábamos las horas jugando con las figuras, tumbados sobre la alfombra del cuarto, o correteando por el piso de la abuela. No nos veíamos desde verano y casi ni nos saludamos. Estaba emocionado, se le veía en la cara. Sus ojos refulgían y rebotaban una y otra vez contra el universo. Tan solo deseaba que viera lo que traía entre sus manos: ‘El ataque de Still’. Durante los últimos meses había escrito, dibujado y coloreado su primer cómic. Dios mío, era precioso. Le había hecho una cubierta con un papel más duro, en cuyo lomo se leía el título y una pequeña aclaración, como en los tebeos de Tintín: «Las aventuras de Jack y Jill».
¿Lo has hecho tú? ¿De verdad lo has hecho tú? Pregunté una y otra vez. No sabía que un niño pudiera crear algo tan hermoso con sus manos. Me dijo que sí, que era suyo y que lo traía de regalo. Sentí un extraño calor en el estómago, entre el orgullo y la envidia. Y pensaba: ¿sería yo capaz de hacer algo así? Nos sentamos en la cama y lo leí con detenimiento. Los dibujos era fantásticos y la historia, genial. Había un terremoto y naves espaciales y un bicho enorme que rompía el suelo y un robot que al final era bueno. Joder, era una maravilla. Cuando terminamos no supe qué decir. Le miré a los ojos y pronuncié lo único que sabía que funcionaría: ¿jugamos con los Madelman?
Unos meses más tarde fui con mi madre a ver a unos familiares de esos que no tienes muy claro que son familiares. Ya saben, primos segundos de ascendencia primera con raíces compartidas. Allí había un niño de mi edad con el que había revolucionado muchas bodas, bautizos y comuniones. Tenía un muñeco de plástico de un perro y presumía de él. De hecho, se lo estaba pasando en grande imaginando una enorme pradera sobre el suelo del salón. Sin pretender despertar envidia, saqué los Madelman que siempre llevaba en el bolsillo del abrigo. Sus ojos brillaron como si hubiera dibujado un cómic entero. ¿Jugamos?, preguntó. Claro, afirmé.
Al salir de su casa le regalé los Madelman. Me pareció que tenía lógica (así me lo hizo saber mi madre). Un regalo tras otro, un sueño tras otro. Por el irremediable poder de la imaginación, qué carajo.
Ellos, los dos, ya no están. Seré el único que cumpla los treinta y uno. Tan solo espero regalar, algún día, una mirada como las de antes. Como si fuéramos a jugar, otra vez, con los Madelman en el salón.