Es el odio el que entorna tu pupila y concentra la mandíbula. Es la envidia la que estremece tu cuerpo y acelera el corazón, que trota tormentoso por travesías tramposas y tamtras truncados por triunfos forasteros. Es la ambición la que impregna la sien, la que gotea incesante a lo largo de una calurosa cuesta que asciende lenta, siseante, afincada en el escandaloso tic-tac, tic-tac, del cronómetro que desafía tu valía. Es el crujido de los dedos al apretar el puño y desear con todas tus fuerzas golpear en la cara a ese bastardo hijo de mala madre que atiende a su nuca y te ve a ti. Intentado ser él. Ese imbécil. El que va por delante. El enemigo.
Los hay siempre, a todas horas, del principio al final del día. Esos necios no cesan en su inefable empeño de presumir de comisuras y ocupar tu lugar en el podio. Su pupitre brilla con una constancia insultante y es su maldito nombre el que ocupará la lista de admitidos. En la oficina se sientan al lado de la mejor ventana, frescos en verano y soleados en invierno. Ante el jefe ponen verbos, adjetivos y sustantivos donde tú solo diste palabras. La grada les alaba al término del partido y corean su número con devoción mesiánica. En la pista, bailan como si la música estuviera compuesta para ellos y las botellas ligan solas. Padres comprometidos con la perfección de un hijo a su imagen y semejanza; abuelos que madrugan para sobornar al parque. Triunfadores.
Basta una rápida pasada por el espejo para sentirlo: odio, envidia, ambición, puños. Llega un día en el que la ignorancia deja de existir y la felicidad requiere de una complejidad mayor. Nos sabemos buenos, motivados, inspirados por una fuerza superior que se ata a nuestro estómago como una cuerda al mástil, batiendo las alas pese a la marea, la tempestad, las olas y el fracaso. Sí, te dices en voz alta, lo sé, repites consciente, esto no tiene sentido. Pero el deseo manda por encima de la lógica y quieres ser más, quieres ser mejor, quieres vencer a ese engreído que corroe tu almohada.
Hasta que lo consigues. Hasta que alcanzas la cima más alta de la más alta montaña. Hasta que miras atrás y sientes cómo se concentra su pupila al verte aquí. Sientes el tronío del corazón, la mandíbula aplastante, el sudor que desemboca, los nudillos colocados. Odias no ser él, envidias su fortaleza y ambicionas su éxito. Sí. El jodido desgraciado te ha hecho mejor.
Mañana hablamos de ‘Rush’ (Ron Howard). Una joya.