Tiempo de sequía

El otro día, un taquillero me dijo que el tiempo de sequía estaba terminando. Lo que no deja de ser curioso en un sector en el que las salas están cerrando y el cine es un bien prescindible en la mayoría de las familias. Sea como sea, lo dijo con rotundidad: «está terminando», y añadió, «estamos saliendo». Según sus propios estudios, empezaba a percibir una forma distinta de afrontar el ocio en la gente que pasaba por allí. No solo el número de personas, también la disposición que traían a la sala, la forma de relacionarse, sus conversaciones… «Te digo yo que nos queda poco para salir de esta».

De la fiesta del cine siempre saco la misma conclusión: el cine –no las películas, el hecho de ir al cine: el ritual, la entrada, la butaca, los anuncios, el ambiente– sigue enamorando. El problema es el dinero. Las prioridades y los impuestos, ya saben. Aún así, me gusta recalcar que hay cines que están haciendo maravillas para mantener precios reducidos durante todo el año. Desde entradas a cinco euros todos los días a sesiones de cintas que no son de temporada más baratas.

Las películas de estreno en Leicester Square, la plaza del cine de Londres, cuestan una media de 22 libras. Casi treinta euros la entrada. Una barbaridad que procuro repetirme antes de quejarme de nuestros cines. Sí, ya sé que el no se consuela es porque no quiere y que la situación económica probablemente no sea para nada similar. Pero, qué demonios, la sensación es lo que queda.

Creo que por eso me fío del taquillero del cine. Porque él se fía de sus sensaciones, de lo que ve a diario en los espectadores que buscan historias para salir de la crisis. Y él empieza a ver el final del tiempo de la sequía. Suena harto absurdo teniendo en cuenta la pandilla de trileros, estafadores y tahúres que corrompen a diario nuestra sociedad. Los periódicos y los informativos son el espejo del que deberíamos huir como nación. Qué vergüenza.

¿Pero cómo juzgar absurda una sensación? Tal vez, después de todo, eso sea lo que nos haga falta. Convicción. Y férrea determinación para llenar las cárceles de auténticos delincuentes. Tiene que llover.