Interstellar (I)

Y si estas palabras fueran un mensaje navegando por los senderos del tiempo. Una compleja botella vacía en un vasto mar de horas esperando a que mis hijos, los nuestros, los hijos de la tierra, lo encuentren y sepan leerlo. Como la poesía de Dylan Thomas, el cine de Kubrick y las estatuas griegas que ven al hombre crecer. Vivimos rodeados de mensajes formidables que pliegan una línea de miles de años en un solo punto, un solo núcleo, la única certeza del ser humano: ahora.

Piensen que portamos el fruto de los sueños de nuestros padres. Y ellos, el de los suyos. Una sucesión biológica que crece en una raíz de dos direcciones, adelante y atrás; un árbol genealógico -el árbol de la vida- que se asienta en lo más profundo de nuestro ser para que nunca dejemos de otear lo que hay más allá: más allá del valle, más allá de la montaña, más allá del mar, del océano, de los continentes, de las estrellas. Más allá del tiempo.

Qué momento, verdad, en el que Newton decidió que la manzana no era magia, sino ciencia. Algo tan irreal, tan invisible, y que, sin embargo, cargamos continuamente sobre nuestras espaldas. El peso de la gravedad y tantas otras certezas científicas que, aunque no podamos explicarlas, sabemos de manera innata que existen a nuestro alrededor. Fuerzas magnéticas que reinan, infinitas, dentro y fuera del cuerpo humano.

No sé si entiendo lo que está sucediendo ahora. Ahora. Ahora que acaba de terminar la película y Hans Zimmer mece mi butaca como si yo fuera un bebé. Ahora que miles de ideas fluyen de un solo chispazo en mi cabeza, germinando, convirtiendo términos inconexos en una experiencia que no puedo olvidar. Ahora que me siento parte de una irrisoria teoría de cuerdas; que me siento hijo, padre y abuelo. Ahora que sé que nuestras palabras son mensajes infinitos. Ahora que es magia, que es ciencia. Que es amor.

Interstellar‘ ha terminado y el cine es un enorme agujero negro… (continúa)

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No entres dócilmente en esa noche quieta.
La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día;
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.

Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no ensartaron relámpagos
no entran dócilmente en esa noche quieta.

Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo
con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera
y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino
no entran dócilmente en esa noche quieta.

Los solemnes, cercanos a la muerte, que ven con mirada deslumbrante
cuánto los ojos ciegos pudieron alegrarse y arder como meteoros
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Y tú mi padre, allí, en tu triste apogeo
maldice, bendice, que yo ahora imploro con la vehemencia de tus lágrimas.
No entres dócilmente en esa noche quieta.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.

No entres docilmente en esta noche quieta, Dylan Thomas.

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