El árbol de los libros

Estaba escribiendo y me puse a leer. Es un efecto sinestésico que me pasa a menudo, con todo tipo de narraciones. No es raro que esté viendo una película y recuerde que me muero de ganas de jugar a la consola; o que esté escuchando una canción y me la imagine como parte de un guión improbable; o que esté leyendo una novela y mientras mis ojos pasean ajenos por párrafos y páginas, mi mente escriba ideas en el aire. Esta vez fue al revés: escribía y me puse a leer.

Para los que tenemos la suerte de disfrutar con las historias, hay días que invitan a la aventura. Ayer paseé por la Feria del Libro de Granada acompañado de un zurrón vacío y hambriento. Es una cuestión de magia. De alquimia. El cónclave de libros y libreros es un evento fascinante con el que, cada año, vuelvo a transformarme en un Bastián deseoso de Atreyus. Se lo escuché a un profesor de la Facultad: “A veces los libros te buscan a ti. Paseas por estanterías y, de repente, una vocecilla invisible te llama a gritos: ¡soy yo!”

No creo que los libros puedan morir. Es como creer que el fruto de los árboles y de la tierra morirá. Por mucho que evolucione la técnica, por mucho que comprimamos el alimento en pastillas químicas o zumos proteínicos, necesitamos el árbol y la tierra para vivir. Igual que los libros.

La pena es el tiempo. Siempre es un problema de tiempo. Gente que vive aterrorizada por la lectura hasta que descubre que se equivocaba. Y, créanme, ese día llega. O llegará. La sed no se puede aguantar, hay que saciarla. Y la naturaleza es sabia. Pero la pena es el tiempo: qué difícil convencer a alguien de que leer le hará feliz. Qué difícil conseguir que alguien entre en una librería, silencie el ruido inútil y escuche la vocecilla que le grita.

Paseen por sitios con libros. Es una buena terapia. Yo dejo de escribir. Voy a leer.

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