El Último Guerrero

A mí me pasó como a Will Smith en ‘El Príncipe de Bel Air’, en el capítulo en el que intenta explicarle a su sobrino que su dibujo animado favorito, un dinosaurio azul, en realidad no existe. Están sentados en la cama y Will le descubre la diferencia entre personajes históricos -reales- y personajes de ficción. “Spiderman, por ejemplo, es ficción”, dice, “Drácula, mi héroe de la infancia, es histórico”, termina. Carlton, que pasaba por allí, escucha la barrabasada y le corrige: “No, Will, el conde Drácula no existió nunca”. Y Will, desmoronado, se va a llorar a su habitación.

Me gustaría creer que no fui el único que creyó, con fe ciega, en la lucha libre. En el pressing catch. En la World Wrestling Federation (WWF). ¡Qué mañanas de domingo, amigos! Mr. Perfect caía a los pies de Terremoto Earthquake (esa magnífica redundancia) y, entonces, subían al ring los Hermanos Sacamantecas para darle hasta en las cejas a Snake Roberts, pero ninguno de ellos podía con el orgulloso bigote de Macho Man. Excepto aquella vez que todos los malos, guiados por el Enterrador, se unieron contra él y se hicieron con el título… Al menos por unos minutos. Lo que tardaron en aparecer, a todo volumen, Hulk Hogan y El Último Guerrero, los héroes de la WWF. Hulk repartía estopa con una elegante sillita eléctrica, pero no hubiera conseguido nada sin el baile de San Vito del brutal, legendario y poderoso Último Guerrero.

No fue un seis de enero, pero casi. Ya me entienden. Alguien llegó, me dijo que todo era un teatro, que no se pegaban de verdad, que ensayaban para no hacerse daño y que si me fijaba con atención vería el aire entre la palma de la mano de uno y el moflete del otro. La noticia me produjo rechazo y dejé de mirar con el mismo interés la televisión. Incluso las figuras con las que jugábamos durante horas (construimos nuestro propio ring) me parecían más irreales.

Entonces, una mañana de domingo, escuché a lo lejos la carismática voz del locutor del pressing catch. Gritaba algo así: “¡Esto es real, esto es real, está pasando… El baile de San Vito!” Y, qué demonios, me quedé otra vez. El Último Guerrero era, en algún sitio imposible, muy real.

Ayer murió Brian James Hellwig, a los 54 años de edad. El otro, su parte irreal, seguirá agarrando las cuerdas. Como siempre.

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Noé (Darren Aronofsky)

Entender los milagros como parte de la artesanía y, la fe, como la persistencia del alma. De cualquier alma. Con la perspectiva adecuada, no hay ninguna diferencia entre unos y otros. Todos somos parte de la tripulación de un mismo barco que se hunde en busca de tierra firme, fértil y ecuánime. Darren Aronofsky (‘El cisne negro’) hace del relato bíblico un espejo en el que reflejar las miserias que dictan, desde el primer chispazo de la creación, al ser humano.

Hay una escena en ‘Noé’ que justifica su existencia, un precioso time-lapse de la evolución de la vida y las creencias que pugna en belleza con toda poesía cinematográfica. Visualmente, la película de Aronofsky tiene mucho que ofrecer. Su idea de los ángeles, uno de los secretos mejor guardados de la cinta, es fantástica. Cuenta con fotografías que invitan a recrearse y con poderosísimas escenas de inspiración pictórica. No hay muchos directores que tengan tanto talento para contar historias con imágenes.

El gran problema de ‘Noé’, sin embargo, es su marcada dualidad. Aronofsky busca la épica de ‘El Señor de los Anillos’ (Peter Jackson, 2001) y el intimismo de ‘El árbol de la vida’ (Terrence Malik, 2011). Una combinación imposible que no cuaja con naturalidad. Si rompiéramos el film en pequeños retales independientes funcionaría mucho mejor que como unidad. El último acto, en concreto, es, al mismo tiempo, una genialidad sobre la fe ciega y un despropósito que anula el ritmo alcanzado minutos atrás, con el diluvio en ciernes.

Russel Crowe lidera a un reparto correcto en el que destacan Jennifer Connelly y, sobre todo, Ray Winstone (aunque, si me permiten, auguro un gran futuro profesional para Emma Watson y Logan Lerman). Unos personajes marcados por las ideas bíblicas que representan que, desgraciadamente, terminan en un saco fácilmente parodiable. Es difícil que no escuchen más de un chiste sobre la vida sexual de los hijos de Noé, nada más aparecer los títulos de crédito.

‘Noé’ pudo haber sido algo mucho más grande, mucho más milagroso. Pero es una purga disfuncional, maltrecha, que quiere abarcar tanto que termina por no apretar el alma.

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Entre Pixar y Japón

“El arte pone a prueba la tecnología y la tecnología inspira el arte”. La frase, de John Lasseter, nos da la bienvenida a la exposición ‘Pixar, 25 años de animación’, que estará hasta el 22 de junio en el Museo Caixa Forum de Madrid. El otro día nos dimos un salto -de eje- y aparecimos allí, sin pensarlo mucho. La muestra, para los amantes del cine, es una preciosidad: bocetos, modelados alternativos, storyboards, cronologías, dibujos inspirados en las películas… Es imposible salir de la sala y no desear colgar alguna de las obras en tu salón.

Hay una cosa, zoótropo creo que se llama, que es alucinante. No importa los vídeos o las fotos o el detalle con el que se lo cuenten. Eso hay que verlo. Se trata de una enorme vitrina repleta de juguetes en distintas posiciones que, al moverse a toda velocidad y gracias a los golpes de luz, da la sensación de animación. Es pura magia.

 

Nunca había visto un zoótropo y, precisamente esta semana, he visto dos. Bueno, más o menos. Esta semana se celebraron las jornadas ‘Japón en Granada‘, un maravilloso evento cultural que se ha extendido durante toda la semana y que culminó ayer sábado en un Matsuri, un gran mercado japonés que congregó a toda la familia. Les aseguro que fue espléndido.

El caso es que asistí a una de las muchas conferencias de ‘Japón en Granada’, organizadas por la Asociación Crossover. Era una ‘visita virtual’ a los museos dedicados al manga y el ánime que hay en Japón. Además de las inenarrables ganas que me dejó de ir allí, nos mostraron un vídeo de un zoótropo realizado con personajes de Ghibli (no me digan que no saben qué es Ghibli. Venga. Por favor. ¿Totoro? ¿La Princesa Mononoke? ¿Hola?). Igualmente precioso.

Y allí estaba, en una charla organizada en Granada sobre Japón, recordando el Pixar de Madrid y las palabras de Lasseter: todo está conectado. El arte, la tecnología, las ideas, la cultura, Caixa Fórum y Crossover, oriente y occidente. Hay lazos que van y vienen por todas partes, que nos unen. Claro que, no todos tienen el espíritu necesario para atreverse a unir los cabos. Bravo por ellos.

Una pequeña posdata que me resultó entrañable. Al final de la charla, una adolescente le preguntó al ponente que por qué había tan poca gente como ella en España, personas de su edad que apreciaran como ella lo hace el mundo del cómic, del anime, del manga, etcétera. La respuesta fue: “Eres muy joven, es cuestión de tiempo. Hay muchos como tú ahí fuera”. No puedo resistirme a comparar sus palabras con las del mismísimo Wil Wheaton (‘Star Trek’, ‘Cuenta conmigo’, ‘The Big Bang Theory’ y doblador en decenas de series de animación, como ‘Naruto’, por ejemplo). Disfruten sus rarezas:

El diluvio de Noé

Llovía tanto que, incluso debajo de la marquesina del autobús, el agua golpeaba los abrigos y encharcaba los bajos del pantalón. La lluvia, vista desde fuera, es como presenciar un milagro. Como cuando vas en el coche, por ejemplo, cruzando los llanos de la Mancha y, al fondo, más allá del horizonte, un grupo de nubes se desdibuja mientras a ti te roza todavía un sol nítido por la ventana. Lo contrario, mojarse, sentirse igual que el Pato Lucas con una nube en la cabeza, es, más bien, una maldición.

Bajo la marquesina del autobús el tiempo no funciona igual. Ninguno de los tiempos. El frío hiela más y los segundos vuelan menos. Un universo de clichés y estereotipos que suele acabar cuando un tipo desesperado enciende un cigarro y, entonces, aparece el autobús.

El caso es que llovía, que un puñado de personas esperaba el bus y que la marquesina estaba decorada con un enorme póster de ‘Noé’, la última película de Darren Aronofsky (‘El cisne negro’). Fue entonces cuando empezó un diálogo que he escuchado cientos de veces a lo largo de mi vida y que, probablemente, sea tan banal como trascendente. Seguro que les suena. Fue más o menos así:
-Llueve.
-Ya ves.
-¿Te has fijado que siempre que se acerca la Semana Santa llueve?
-Aham.
-¿Sabes qué creo?
-¿Qué?
-Que a Dios no le gusta la Semana Santa y por eso llueve.
-¿Tú crees en Dios?
-No, pero ya me entiendes.

Inundados por una lluvia torrencial, la charla no pasa desapercibida. Hay todo tipo de caras. De aprobación, indiferencia y molestia. En una milésima de segundo –no olviden que estamos en una marquesina–, una extraña tensión gotea por la parada, los ojos de Russel Crowe siguen la escena como un tigre agazapado y un hombre se dispone a hablar, con una visible mueca de desprecio en su rostro. Está irritado. De pronto, un señor enciende un pitillo, aparece el autobús y Noé se queda solo, en silencio, en su particular arca de cristal.

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La fotografía de Javier Espinosa y el clímax de la realidad

La fotografía de Javier Espinosa recibiendo el abrazo de su hijo tiene música. Es el clímax de un drama, de una película que nos ha tenido en vilo durante más de seis meses. Él y Ricardo García fueron secuestrados el pasado 16 de septiembre en Tel Abyad. ¿Por qué? Por ser periodistas. Leía la historia del rapto y, permitan el intrusismo, me dio la sensación de que les daba igual. Bueno, nos daba igual. Quiero decir a la masa, en general. A la turba no le preocupa nada que no toque su bolsillo. Esa es, al menos, mi sensación. Porque, por más que miro a mi alrededor, no veo la emoción que merece un momento así. El instante que precede al abrazo de un hijo a su padre, devuelto a la vida. Es fulminante. Y no es un reality. Es realidad. Y los realities de falsos supervivientes son los que despiertan la lágrima de la gente. No la realidad. Ni mucho menos.

La imagen es tan poderosa: Javier, con los brazos en fuerza y los ojos entornados, conteniendo la lágrima que se deja ver en su sonrisa, cuajada por tanto tiempo en la sombra. El niño, volando como cuando jugábamos a los aviones, corriendo al encuentro de su padre… ¿Quién mira la fotografía y no imagina la cara de ese niño? ¿Cómo no ver el llanto, la euforia, el nervio, la esperanza?

El fotograma me recordó a la sobrecogedora escena de ‘Lo Imposible’ (Juan Antonio Bayona, 2012) en la que el hermano pequeño ve, entre la multitud, a Lucas, su hermano mayor. Y grita una y otra vez «¡Lucas, Lucas!», mientras corre desalmado para encontrarse en un abrazo catártico para el personaje y para nosotros, los espectadores, que relajamos, por fin, los nudillos de hierro. Si vieron la película, ya saben a lo que me refiero. Si no, anoten la cinta en su lista particular de futuros visionados.

De vuelta a la fotografía y a nosotros, creo que hay tal cantidad de información fluyendo en el aire que hemos desarrollado un escudo por el que resbala toda empatía. Tal vez sea una percepción muy personal y muy equivocada, tan solo les pido que hagan la reflexión: ¿Qué hace que la gente se emocione, que la gente proteste y se exprese? Me temo que debemos empezar a tomarnos la vida como si fuera parte de la ficción porque, si no, terminaremos siendo fantasmas de nosotros mismos.

Javier Espinosa corre al encuentro de su hijo. / Paco Campos
Javier Espinosa corre al encuentro de su hijo. / Paco Campos

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