El diluvio de Noé

Llovía tanto que, incluso debajo de la marquesina del autobús, el agua golpeaba los abrigos y encharcaba los bajos del pantalón. La lluvia, vista desde fuera, es como presenciar un milagro. Como cuando vas en el coche, por ejemplo, cruzando los llanos de la Mancha y, al fondo, más allá del horizonte, un grupo de nubes se desdibuja mientras a ti te roza todavía un sol nítido por la ventana. Lo contrario, mojarse, sentirse igual que el Pato Lucas con una nube en la cabeza, es, más bien, una maldición.

Bajo la marquesina del autobús el tiempo no funciona igual. Ninguno de los tiempos. El frío hiela más y los segundos vuelan menos. Un universo de clichés y estereotipos que suele acabar cuando un tipo desesperado enciende un cigarro y, entonces, aparece el autobús.

El caso es que llovía, que un puñado de personas esperaba el bus y que la marquesina estaba decorada con un enorme póster de ‘Noé’, la última película de Darren Aronofsky (‘El cisne negro’). Fue entonces cuando empezó un diálogo que he escuchado cientos de veces a lo largo de mi vida y que, probablemente, sea tan banal como trascendente. Seguro que les suena. Fue más o menos así:
-Llueve.
-Ya ves.
-¿Te has fijado que siempre que se acerca la Semana Santa llueve?
-Aham.
-¿Sabes qué creo?
-¿Qué?
-Que a Dios no le gusta la Semana Santa y por eso llueve.
-¿Tú crees en Dios?
-No, pero ya me entiendes.

Inundados por una lluvia torrencial, la charla no pasa desapercibida. Hay todo tipo de caras. De aprobación, indiferencia y molestia. En una milésima de segundo –no olviden que estamos en una marquesina–, una extraña tensión gotea por la parada, los ojos de Russel Crowe siguen la escena como un tigre agazapado y un hombre se dispone a hablar, con una visible mueca de desprecio en su rostro. Está irritado. De pronto, un señor enciende un pitillo, aparece el autobús y Noé se queda solo, en silencio, en su particular arca de cristal.

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