‘Caníbal‘ me dio hambre. Eso es un problema. Mientras Carlos, el sastre granadino interpretado por Antonio de la Torre (‘La Gran Familia Española’), cena un filete de muslo humano regado por un estupendo vino tinto de la tierra, no sentí repulsión ninguna. Ninguna. De hecho, salivé. La carne estaba en su punto, perfectamente sazonada y visiblemente apetecible. Habían pasado diez minutos de película y estaba hambriento. Y nada de lo que pasó en las dos horas siguientes me quitó el apetito: quería un filete. De carne humana. No es normal.
Manuel Martín Cuenca (‘La mitad de Óscar’) dirige una película de bella factura, cargada de escenas imponentes y silencios poéticos, pero con un serio problema de bipolaridad: ¿qué sentir? Asistimos con toda crudeza a la fría vida de un asesino pulcro, meticuloso y ordenado, que se come a sus víctimas. Y algo que debería resultar terrorífico o dramático o intrigante, provoca, en más de una ocasión, risa. No una risa cruel e hiriente con la película. Sino risa, sin más, como si estuviera escrito para eso.
Al salir de la sala estás descolocado, con demasiados sentimientos encontrados que no casan con la idea de un caníbal camuflado en las sombras.
Por otro lado está Granada, fuerza de la naturaleza que actúa como tercer protagonista junto a De la Torre y Olimpia Melinte, espléndidos en dos personajes extremos que hacen de la contención un ejercicio extenuante. Sobresaliente es la fotografía, espectacular en Sierra Nevada y, por supuesto, en la sobrecogedora secuencia a orillas de playa, quizás, lo mejor de la cinta.
No todos los días disfrutas de una película rodada en tu ciudad (con la curiosidad de ver al protagonista de la historia frente al cine en el que tú estás viendo la película; el espejo que refleja al espejo, ya saben) con tanto gusto. Es una pena que el guión y los personajes queden en una encrucijada sin resolver, todo cocinado a fuego lento –muy lento–, convirtiendo a la carne humana en una carne sin importancia. Una carne más; sin pecado ni gloria.