A propósito de Llewyn Davis (y II), la música

Hay películas que responden a una idea y, otras, a una sensación. Y, como sucede con las sensaciones, son difíciles de explicar, más que nada, porque nadie coincide en un significado idéntico: ¿Qué se siente en el instante en el que estalla una carcajada? ¿Dónde empieza un bostezo? ¿Cómo reacciona la piel al escuchar a Bob Dylan? Joel y Ethan Coen han construido un relato precioso que funciona como un sueño: al terminar, entiendes la historia y lo que ha sucedido contigo, pero en cuanto intentas contarlo descubres que, quizás, tus palabras no tengan sentido para nadie más.

‘A propósito de Llewyn Davis’ gira entorno al propio Llewyn, encarnado por Oscar Isaac (‘El legado de Bourne’, ‘Ágora’), un solitario cantautor de folk que a penas se gana la vida tocando en los garitos del Greenwich Village, en Nueva York. Mientras el universo se confabula para que deje la música y encuentre un oficio ‘de verdad’, Llewyn pasa una semana rodeado de nuevos y viejos conocidos, a cada cual más peculiar, buscando un equilibrio vital.

La constante poesía de la película, repleta de lecturas íntimas para el espectador -el gato, el olvido, el padre, el oficio-, sostiene una dura y bella explicación de la vida. Y lo hace con un arma de comunicación poderosísima: el humor. Un humor ácido, irónico y entroncado en el drama que interpreta, magistral, Isaac. Acompañado, por supuesto, de pequeños chispazos de genialidad de Carey Mulligan, Justin Timberlake y -mi favorito- John Goodman.

Luego está la música. Porque ‘A propósito de Llewyn Davis’ es una película musical. Una música cercana, casi en directo, como si escucháramos al artista a pocos metros del escenario (para mí fue inevitable pensar en ‘La Tertulia’ de Granada). Una música sincera y vocacional, como las que aprehendimos en ‘Once’ y ‘Searching for Sugarman’. Una música que es imposible ignorar.

Mi recomendación es que la vean. Que la disfruten. Y que la cuenten. Como si fuera una sensación curiosa o un sueño enrevesado.

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A propósito de Llewyn Davis, la pregunta

El día que te sientas en el váter y sientes que tu vida reside una taza más abajo. El mismo día en que todas las palabras del mundo se ordenan para formar una única pregunta: ¿Qué haces? Ese día es el día en el que todo se desmorona. Y lo hace a un ritmo pausado pero constante, como si cada vez que pensaras en una de las partes que componen tu esencia le lanzaras una bomba atómica y desapareciera de la faz de La Tierra. Pero no de tus recuerdos. Porque todo reside en la taza de abajo y nada casa con la respuesta que nace, instintiva, a la pregunta. Que qué haces, insistes.

Los músculos aprietan y las piernas se tensan mientras das la respuesta más sincera que puedes: la música. Siempre fue la música. No quieres despachos, no quieres áticos, no quieres alcanzar la cima de ningún reino de debes y haberes. Eres música. Así que, sin levantarte de tu actual trono, silbas o tarareas una canción para demostrar que no todo lo que sale de ti reside una taza más abajo. Casi te emocionas, atrapado en esas finas y estrechas paredes repletas de números de teléfono, ante la honestidad que derrochas. Por arriba y por abajo.

Piensas en el momento de abrir la puerta y salir, una vez más, a la fría calle. Eres como el protagonista involuntario de una triste canción folk que gatea por una larga avenida sin rumbo, sin espíritu y sin pan. ¿Y si eres el único estúpido que cree que eres música? ¿Y si el resto tiene razón y deberías haber limpiado una mesa y ejercitado una preciosa firma millonaria? ¿Y si te estás convirtiendo en ese agua lastimosa que recoge los llantos, una taza más abajo?

Cabreado, te levantas, abres la puerta de una patada y abandonas el sillón como una piedra rodante que aprende, con paciencia, que los tiempos van cambiando. Eras una melosa voz que susurraba letras en escenarios vacíos y ahora quieres gritar, saltar y dejar que la carótida supere la vibración. Tal vez eras un tanto folk y ahora necesites más rock. No tienes hambre ni frío. Sólo tienes música. Solo eres música.

Ahora, cambie la vocación ‘música’ por la que le pida el cuerpo. Entenderá, entonces, por qué los hermanos Coen hablan de usted en ‘A propósito de Llewyn Davis‘. Una de las múltiples razones que la hacen bella.

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El Gran Gatsby

«No puedes repetir el pasado», insiste Carraway a Gatsby en varias ocasiones. Y eso es algo que Baz Luhrmann (‘Romeo y Julieta’, ‘Moulin Rouge’) sabe, al igual que lo supieron Jack Clayton y Robert Redfort en 1974, y F. Scott Fitzgerald en 1925: «no puedes repetir el pasado». Es indudable que el éxito de la nueva versión cinematográfica de ‘El Gran Gatsby’ reside en su forma. El arriesgado, anacrónico e impactante imaginario de un director que actualiza una historia de esmóquines, pañuelos, boquillas, pamelas y corsés a la era del iPod. Destruir para reconstruir. Una cápsula del tiempo en la que dos universos se pliegan en una misma melodía.

La escritura –y la publicación– de ‘El Gran Gatsby’ fue una revolución. Una bofetada de guante blanco a la alta sociedad estadounidense, hasta entonces protagonista de grandes romances palaciegos y no de una dura, visceral y putrefacta definición de la falsedad. La película de Luhrmann honra constantemente al texto original con palabras y frases de la novela impresas sobre la pantalla. El resultado es una suerte de novela gráfica esforzada en convertir las letras de Fitzgerald en imágenes modernas: la digitalización de un clásico.

‘El Gran Gatsby’ habla de cuando los botellones los hacían personas que se saludan con un «tanto gusto» mientras alzaban su bombín. Nick Carraway (Tobey Maguire) se emborracha de esa Nueva York del Wall Street, de las fiestas pomposas y de los ilustres apellidos que rotulan las portadas de la prensa. Su vecino, un tal Gatsby (Leonardo DiCaprio), convierte su mansión, cada fin de semana, en una discoteca improvisada en la que la alta sociedad neoyorkina se intoxica de glamour. Todo cambia cuando Daisy (Carey Mulligan) y Tom Buchanan (Joel Edgerton), íntimos amigos de Nick, asisten a una de las fiestas del misterioso Gatsby.

Ver el Nueva York de 1925 con una banda sonora liderada por Jay-Z produce un efecto insalvable. No pasa desapercibido. Un juego de opuestos que hipnotiza al espectador como si se tratara de una mente nublada ante un reality televisivo.

Por todo esto puedo afirmar que ‘El Gran Gatsby’ de Luhrman no me ha gustado. Porque de eso va esta crítica, esta película, la de Redfort y la de Fitzgerald: de aparentar. Un espejismo escondido tras un espectáculo de luces que es imposible no comparar con ‘Moulin Rouge’ (nunca sabremos qué inspiró a qué), excesivo en la primera mitad y pobre en la segunda. Acertados Maguire y Edgerton, y ajenos DiCaprio y Mullighan. El resto, el escenario, es igual que el recuerdo borroso de una borrachera impoluta: una resaca en la que los pequeños detalles se olvidan y los grandes se difuminan con el dolor de cabeza y el blanco del váter.

Conste que Luhrmann acierta: no tenía sentido una película de época -«no puedes repetir el pasado»-. Su visión es poderosa, transgresora y provocativa. Pero el conjunto, el cuadro completo, no funciona. Como una señorita de Avignon en mitad de un paisaje de Vermeer. O al revés.

 

Shame

La peor vergüenza no es por lo que hemos hecho; es por lo que sabemos que volveremos a hacer. Mirar con deseo el objeto que luego repugnaremos y que más tarde adoraremos y que luego querremos repudiar. Una constante bajada a los infiernos por un pecado que rellena los oscuros rincones del alma, los escondites que no mostramos jamás. Asco y placer, dos palabras que chocan como polos opuestos y que se conjugan en ‘Shame’ arropados bajo la misma cama.

Steve McQueen dirige una película con un tenebroso carisma y un poderoso atractivo para el cuerpo y la mente. Brandon (Michael Fassbender) es un adicto al sexo y su vida gira entorno a él: La mujer del metro, la camarera del bar, la compañera de trabajo, la vecina del primero, la chica que conecta su webcam, la prostituta del barrio chino, la fotografía de una revista. Todo vale y todo en el mismo día. Su rutina, sin embargo, se verá alterada cuando llegue Sissy (Carey Mulligan), con quien comparte un pasado repleto de fantasmas.

La contención de la mayor parte de la película, siempre sugerente, explota en varias secuencias magistrales en las que McQueen deslumbra por su talento innato para la elipsis y la narrativa. Sin ir más lejos, los primeros minutos de ‘Shame’ son una virguería fílmica en la que queda perfectamente dibujado el personaje de Fassbender. Actor que soporta sobre sus hombros el peso de un film exigente y que merecía, sin ningún atisbo de duda, la nominación y, quizás, la victoria como mejor intérprete del año. Comparte con el Ryan Gosling de ‘Drive‘ la fascinante facilidad para pasar de cero a cien en un segundo, de la sonrisa al llanto, de la ternura a la brutalidad. Ella, Mulligan, espectacular; con especial mención a los dos minutos y medio cantando ‘New York, New York’ sin despegar sus ojos del primer plano.

‘Shame’ es una cinta atrevida y sin complejos que trata al espectador como un ser inteligente, capaz de rellenar los huecos que McQueen crea con sabiduría. Huecos oscuros, secretos y escondidos, como los que todos tenemos. Y repudiamos. Y adoramos. Y volvemos a repudiar.

Drive

La luz de las farolas entra en el coche de manera intermitente, escondiendo y mostrando el rostro de un conductor (Ryan Gosling), sus manos al volante, el gesto impertérrito, los minutos pasando. Todo va y viene menos sus ojos. El retrovisor produce un curioso efecto cuando no hay luz, dejando sus ojos destacados, como si llevara un antifaz. Ésa es la primera pregunta: ¿Es el antifaz de un héroe o de un villano? Y ése el preciso instante en el que comienzan los cien minutos de cine que le enamorarán. Arranca ‘Drive’.

Elegante. Sobria y Elegante. Cada puñetero plano, cada instante mágico recreando una estética a caballo entre el ahora y los 80, es irremediablemente atractivo. Encandila el coche rodando por una ciudad escondida en las sombras, la parquedad en palabras y, al mismo tiempo, la riqueza de emociones de un protagonista carismático y una chica (Carey Mulligan) que desploma el universo con una sonrisa fascinante. Y el manejo tan profético de los silencios, la contención, la elipsis… Para desembocar en una violencia desmesurada, sangrienta y pasional, que baila al ritmo de Electric Youth.

El conductor es especialista para escenas de acción durante el día y, por la noche, transporta a ladrones por las calles de Los Ángeles. Un tipo sin nombre cuyas señas de identidad son una chaqueta con un escorpión dibujado en la espalda y el palillo de dientes en la boca. Todo cambiará cuando conoce a Irene, su vecina, y se ve envuelto en un asalto que reclamará venganza.

Nicolas Winding Refn (‘Bronson‘) dirige una película redonda, un acierto arriesgado que deja una inesperada sensación de originalidad, consagrando a Gosling como uno de los actores del momento, soberbio en su dual interpretación de un ser intermitente, como la luz de las farolas, brillante en la luz y en la oscuridad. ‘Drive’ es un pacto tácito como el que el conductor realiza con los que se suben en su coche, pero extendido durante todo el metraje: “Tienes cinco minutos. Durante esos cinco minutos, pase lo que pase, soy tu hombre”.

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