Mi mundo que es mi realidad

Una de las barreras más importantes que se pone el propio espectador para disfrutar de ‘otro cine’ es ‘la realidad’. Seguro que han escuchado a alguien decir que “esa película no la veo, que para dramas ya tengo el día a día y los informativos”. Y suelen añadir: “Además, para una vez que voy al cine, me apetece algo que distraiga”. Un razonamiento respetable, pero que, a veces, nos impide ver lo bueno que podríamos sacar de esas historias desterradas.

En las últimas semanas han llegado a la cartelera dos estrenos que beben directamente de la crisis: ‘Margin Call’ y ‘Cinco metros cuadrados’. Ambas cintas han sido estrenadas casi de extranjis, con una distribución mínima y unos horarios leoninos. Siguen la estela de ‘Inside Job’ y ‘Company Men’, películas, las cuatro, que rebuscan con el dedo en la llaga de la economía, el trabajo o la vivienda. Historias con las que, probablemente, nos sintamos identificados. Interpelados, al menos.

Ya sea a través de la reflexión o la empatía, estas películas ofrecen al espectador una vía de escape inspiradora que pueden ayudar a derrumbar sus muros particulares. Estoy convencido de que no son horas de ocio desperdiciadas en un mundo repleto de angustias que suben y bajan en una tabla de Wall Street. De hecho, lamento profundamente que el público en general adopte una posición defensiva con estos filmes y no vea el regalo que sus respectivos directores hacen: nos convierten en protagonistas. Esos actores interpretan nuestra realidad.

Pudo ser un filósofo, un tertuliano o un sobre de café -o puede que me lo vaya a inventar-, no recuerdo, pero alguien dijo que la mejor manera de reciclar el mundo es volver imaginarlo. Denle una oportunidad a las historias que sabemos palpar… “Lo siento por interrumpir, sólo he venido a preguntar. Me dicen que soy infeliz, ¿qué puedo hacer por mejorar? ¿Hay tiempo para imaginar mi mundo que es mi realidad?”

Cinco metros cuadrados

“¿Qué le impide ser feliz?” La primera línea de ‘Cinco metros cuadrados’ concentra, en cinco palabras, el espíritu de la película de Max Lemcke (‘Gran reserva’, ‘Casual Day’). Hace poco escuché a alguien decir que esta generación, refiriéndose a los jóvenes, será la primera que vivirá peor que la anterior. Estoy seguro de que siempre ha habido piedras en el camino y que nuestros padres y los padres de ellos también tuvieron que aprender a sortearlas. El problema, creo, es que antes o podías o no podías. Ahora, el protocolo del éxito está repleto de anexos, convenios y letras pequeñas que ridiculizan a los humildes.

Álex (Fernando Tejero) y Virgina (Malena Alterio) han comprado sobre plano un piso en la urbanización ‘Señorío del Mar’. Es su gran ilusión. “Al final eso es lo único que hace falta para ser feliz, un hogar”, dicen. Sin embargo, una investigación decreta que la promoción inmobiliaria debe paralizarse por incumplir ciertas normas medioambientales, fruto de la especulación de políticos y empresarios. La pareja, al igual que el resto de supuestos inquilinos, tendrán que enfrentarse a la promotora para recuperar su inversión, su casa, sus sueños y, en el caso de Álex, su dignidad.

No dejen que los actores protagonistas les confundan: estamos ante un drama escalofriante con tintes de humor en crisis. El trabajo de Tejero y Alterio, lejos de la comedia que los encumbró, es excelso. La pareja de actores rompe la barrera de risas y buen rollo que ellos mismo construyeron a su alrededor, utilizando sus figuras endebles y trasnochadas para convencernos de que el mundo que nos rodea está putrefacto.

‘Cinco metros cuadrados’ es un honesto y crítico análisis de las absurdas trabas que aquellos jóvenes que no son ricos banqueros o poderosos hijos de la providencia deben tragar para sobrevivir. Personalmente, una reflexión rondó mi cabeza: Algún día, no dentro de tanto, esta generación cansada de dar puntapiés a las piedras será, biológica e inevitablemente, la que se suba al atril. ¿Qué les hace pensar que no escribirán sus propias leyes, unas que les protejan de perder el poder adquirido, aunque eso suponga impedir la felicidad de otros?

Margin Call

Satanás negocia con almas. El producto es cosa de dos. Pero el juego, la competencia, comprar y vender, es un invento humano. Por aquello de no llamar la atención de Belzebú y de su buen hacer como negociante, procuro no desear el mal a nadie. Sin embargo, para todos los que hoy siguen enriqueciéndose con la miseria, el abandono, el sufrimiento y la impotencia, tengo otros planes. Espero, de corazón, que los ricachones y fumadores de puros que especularon con nuestro futuro y nuestras vocaciones lo pierdan todo. Lleguen a la angustiosa situación de tener que reinventarse, de subirse las mangas y servir hamburguesas durante toda la jornada -sábados incluidos- por siete euros la hora.

Crisis. En los últimos años hemos añadido infinidad de significados a la palabra. Y, quizás, aún nos cuesta aceptar uno de los más dañinos: culpabilidad. La crisis no es algo accidental, no es un irrefrenable volcán en erupción o un desafortunado maremoto pendiente de la Luna. No. La crisis es consecuencia directa del ser humano. De un grupo de ellos que malentendió el concepto de ambición y prefirió seguir pulsando la tecla que apretaba el yugo global.

‘Margin Call’ es la narración, casi en directo, de las 48 horas que cambiaron el mundo. La ópera prima de J.C. Chandor es un espeluznante goteo de insensibilidades delante de la pantalla que gobierna nuestras esperanzas, un ordenador repleto de variables, gráficas y paquetes de oportunidades hipotecarias que nunca debieron venderse.

Kevin Spacey, Paul Bettany, Jeremy Irons, Zachary Quinto, Simon Baker, Stanley Tucci, Penn Badgley y Demi Moore conforman el relato coral del nacimiento de la crisis. ‘Margin Call’ es una excelente película que entra en la colección formada por ‘The Company Men’, ‘Inside Job‘ y ‘Up in the Air‘. Films de obligada visión para aquellos que sean testigos de la tragedia. Para aquellos que se sienten marginados y englobados en un término tan lamentable como real: crisis.

Nota: No recomendada para sueldos abrumadores, puede crear consciencia.

Pregunta: ¿Por cuánto venderían su alma?

Win Win (ganamos todos)

¿Y si la vida es para los perdedores? Quiero decir, ¿y si no nacimos para ganar? ¿Y si el secreto, después de todo, está en ser capaces de sonreír mientras el otro se lleva la copa? Admitámoslo, somos necios. Contradictorios. Queremos la paz mundial pero deseamos que nuestro vecino no triunfe. Lamentamos que haya ladrones en las calles pero, si supiéramos que nadie nos ve, robaríamos un banco. Cargamos con ira ante la injusticia, la pobreza y el cambio climático pero, el día que aparece un sobre repleto de billetes en la mesa del despacho, lo escondemos con cuidado debajo de la almohada. Así somos.

Mike Flaherty (Paul Giamatti) es un abogado con un despacho que pasa por su peor momento. Sus clientes caen con cuentagotas y los cheques a fin de mes son un bien escaso. En sus ratos libres, además, es entrenador de un nefasto equipo de lucha libre en un instituto. Todo cambiará cuando se convierta en el responsable legal de Leo (Burt Young), un acaudalado anciano que le resolverá sus cuentas pero que le pondrá un nuevo reto en su vida: Kyle, su recién descubierto nieto; un adolescente poco hablador que revolucionará a la familia Flaherty.

‘Win Win (ganamos todos)’ es una maravillosa e inesperada experiencia. Un regalo escrito y dirigido por Thomas McCarthy, que engancha desde el primer minuto con el alma del espectador -tal y como consiguió con su otro gran texto, ‘Up’- gracias a un derroche de empatía que hilvana, con suma naturalidad, el humor que existe en la desgracia con la tristeza que esconde una sonrisa. La cinta es una suerte de ‘Karate Kid’ o ‘Rocky’ para tiempos de crisis, protagonizado por un antihéroe magistral -Giamatti es una garantía siempre; probablemente, uno de los mejores actores del momento- y un adolescente traumatizado.

De hecho, McCarthy hace una de las lecturas más acertadas de lo que implica vivir en crisis. De lo difícil que es conjugar ciertos verbos: ‘necesitar’, ‘perder’, ‘amar’. De cómo cualquier ser humano traicionaría sus ideales más arraigados por, aunque sólo sea por una vez, ganar. Y de cómo, al fin, descubrir que la soledad del podio nunca compensará la intensa alegría de vivir entre perdedores.

La crisis, de Golpe

Diez segundos bastaron a George Roy Hill para contarnos qué es la crisis, un piano irónico sobre un travelling tintineante que tienta la tez del tedio: el paro. El primer plano de ‘El Golpe’ (1973) nos muestra una ristra de piernas que esperan, con paciencia agónica, su turno para entrar a la oficina de empleo. Los periódicos, abiertos por la páginas de ofertas, vuelan por el suelo como bolas de heno en el lejano oeste. Una colilla cae al suelo y un zapato lustroso termina la metáfora con un sonoro pisotón. El gánster saldrá unos minutos más tarde con un sobre repleto de billetes, fruto de la estafa y la pillería. Lo que no sabía, por fortuna, es que estaba a punto de toparse con Johnny Hooker, un Robert Redford cargado de swing que le birlará, con la delicadeza de un artesano, la cartera, el honor y cien años de perdón.

Más tarde, Luther (Robert Earl Jones), su compinche, celebrará el botín con un emocionado brindis por un futuro sin tener que contar los guisantes que entran en un plato. Hooker le dirá que disfrute de la vida, que la vida es maravillosa, que hay que jugar…

-No te olvides, estamos en crisis -responde, con rostro adusto, Luther.

-¿Crisis? ¡Ja! ¿Cuándo no ha habido crisis? Siempre estaremos en crisis, viejo amigo.

Aún con la reseca del debate sobre el estado de la nación, sigo con la misma reflexión en la cabeza. Una y otra vez: estoy hasta las pelotas de la crisis. Sí. Sabemos que está ahí. Sabemos que es origen y consecuencia de toda la mierda que flota sobre nuestras costas. Pero, en serio, estoy agotado de escuchar a estos peleles que guardamos como líderes políticos lanzarse pegotes de vergüenza como niños chicos: “¡Esta crisis es su culpa!”, “¡nada de eso, es su culpa!”, “¡Ja, en mi rebota y en ti explota!” Estimado señor Zapatero, distinguido señor Rajoy, 48 horas después -eso son muchos diez segundos- siguen hablando de lo mismo.

Y no es que quiera quitarle hierro a la crisis. Es imposible. Pero estarán conmigo en que no hay sonrisa posible si cada nuevo proyecto, cada propuesta, cada cambio, cada petición, cada nuevo epílogo, se pisa con un triste “no es un buen momento, estamos en crisis”. ¡Ya está bien hombre! Queremos jugar, cambiar la baraja y sorprender al destino con un juego de manos que no veía venir. Ya nos han timado demasiado, ha llegado la hora de ser nosotros los que den el golpe. Como Redford y Newman. Porque, amigos, siempre estaremos en crisis.

No roben un banco. Pero hoy, para variar, rían mirando hacia arriba.

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