Cuídate de los idus de marzo

“Lo que es más extraordinario aún es que un vidente le había advertido del grave peligro que le amenazaba en los idus de marzo, y ese día cuando iba al Senado, [Julio César] llamó al vidente y riendo le dijo: «Los idus de marzo ya han llegado»; a lo que el vidente contestó compasivamente: «Sí, pero aún no han acabado»” (Plutarco).

La democracia es el cimiento que sostiene a la sociedad. Un muro erosionado, con túneles por donde campan ratas y ratones, roca y arena al mismo tiempo. Pero un muro, al fin y al cabo. El menos malo de los muros. La casualidad (y una distribución pésima, con cinco meses de retraso) ha querido que ‘Los idus de marzo’ se estrene en plena campaña electoral andaluza. Quizás la primera campaña electoral que crea ciertas dudas entre los votantes. La primera en la que, tal vez, el gobierno podría cambiar.

El film de George Clooney se adentra en los tejemanejes políticos de los jefes de comunicación de los candidatos demócratas y en cómo utilizan todo tipo de argucias dialécticas para reafirmar su lealtad a unos ideales intachables. Y, por supuesto, para hundir a los del contrario. Lealtad: una palabra cargada de valores pero denostada por un ejército armado con dinero, corrupción y falsas expectativas.

Es curioso, les decía, porque pese a que ninguno de nuestros candidatos pueda presumir de la presencia de Clooney, los líderes de PP y PSOE protagonizan, a mi juicio, campañas lamentables de acoso y derribo. En vez de decir “voten aquí” dicen “no voten allí”. Un sinsentido que traerá alegrías pasajeras, como la de Julio César al llegar al día 15, los idus de marzo. Pero que, al final, terminará en un asesinato escandaloso: el de la democracia.

Los descendientes (II)

Seguro que saben a lo que me refiero: los peores días nunca lo son por una única razón. Suspendes el examen que llevabas meses preparando, perdiste el autobús de vuelta a casa, una multa estropea el debe y el haber, el de Movistar te despierta de la siesta, el niño se pone malo, ingresan a la abuela, hay que operar de urgencia a tu padre, muere el perro y te preguntas: ¿por qué todo me pasa a mí? Esas rachas forman grandes nubarrones que amargan la vida y nos ponen en dura liza contra el optimismo, encharcando cualquier intento de llenar el vaso.

Así arranca ‘Los descendientes’, con la voz de Matt King (George Clooney) aclarando la situación: “Mis amigos me dicen que tengo suerte de vivir en Hawai. Yo les respondo que aquí también llueve”. Desde el primer minuto, el cielo del paraíso hawaino se cubre de un manto de nubes -literal y metafóricamente hablando- que enturbian los azules, verdes y amarillos de un lugar “perfecto”. La mujer de King tiene un accidente que la deja en coma, un lamentable suceso que desvelará una serie de miserias difíciles de asimilar. Matt, abogado y heredero de un enorme terreno, engarzará a sus hijas, sus primos, su tierra, sus sueños y sus defectos para afrontar el camino de vuelta a la vida.

Alexander Payne (‘Entre Copas’, ‘A propósito de Schmidt’, ‘Election’) dirige la catarsis de George Clooney. Una preciosa oda a la imperfección y al complejo entramado de nexos que forman el espíritu del ser humano. Una película trascendente que guarda su mayor éxito en la aparente sencillez de la historia, un guion que se deja enriquecer por la experiencia personal y que eleva a la categoría de arte la empatía de un George Clooney magistral capaz de robarnos la sonrisa y de lanzarnos al llanto en una misma escena.

Y está el poso. La bella reflexión que acompaña al espectador más allá de la butaca. Que sigue y seguirá perenne en cada uno de los pasos que demos sobre la tierra, forjando una huella que sobreviva al tiempo, que no se borre ni marchite, que, pese a los errores y las miserias, mantenga viva nuestra herencia. La nuestra y la de todos.

‘Los descendientes’. Un rayo de luz entre tanta nube. Imprescindible.

Los Descendientes (I)

No recuerdo si fueron unos Mai-Tais hawaianos o unas cervezas Alhambra. Puede que ninguna de las dos. O ambas. Pero allí estábamos, borrachos de sueños, hablando de las promesas que aguardaban a la vuelta de septiembre. Éramos dos jovenzuelos que saboreaban las futuras mieles del éxito, poco antes de ingresar en la Universidad, contemplando las olas del mar. Si alguna vez tuvieron una charla como esta, sabrán a lo que me refiero; ese gusanillo que se revuelve en el estómago al pronunciar cada palabra: las mujeres que amaríamos, los lugares que conquistaríamos, las ideas que alumbraríamos. El tiempo que sería leyenda.

Los dos, inspirados por las musas de la ambición, coincidimos en cuál sería, a partir de entonces, nuestra gran preocupación: “dejar huella”.

-Yo quiero mirar atrás y saber que he construido algo que merecía la pena. Un algo, no sé qué, que al verlo sienta que no fui uno más. Dejar huella.

El bueno de Carlos iba para arquitecto. Y lo consiguió. Ha pasado mucho tiempo desde aquellas palabras, pero más de una vez me he sorprendido rememorando aquella tarde, buscando en días grises la motivación que arranque las nubes del cielo y solee la tierra que espera mi pisotón.

‘Los Descendientes’ (Alexander Payne, ‘Entre Copas’) es una humilde e inspiradora historia de la vida que pasa en la tierra que pisamos. De principios y finales. Un compendio de emociones narradas con una cercanía extraordinaria y encarnadas por un tipo (George Clooney) que se debate entre el trabajo, la riqueza, la buena y la mala suerte, el amor, la herencia, la tierra y sus hijas. Y es, también, uno de esos ‘clics’ que devuelven, por un instante, a esa playa en la que juramos dejar huella. Sólo que, ahora, con la vista puesta en el mundo, la huella puede que no fuera lo que esperábamos. Puede que sea algo más grande y hermoso que aún está por llegar: los portadores de nuestro recuerdo, la descendencia.

El Americano

El ‘americano’ es el café más simple de todos. Y también el más efectivo. Su preparación es sencilla: una taza grande, agua caliente y el doble de café que uno normal. Nada de azúcar, leche o cualquier otro condimento que pueda endulzar la vida. Es el caldo matutino que suelen tomar los ejecutivos, empresarios y demás religiosos del dinero que quieren salir disparados y dopados a sus respectivas oficinas.

Cuando Jack (George Clooney) llega a Italia pide un café sólo con agua caliente. El camarero, expresivo como mandan los cánones, encoge los dedos y exhala: “¡café americano!” La película de Anton Corbijn, sin embargo, no es rápida ni para gente de acción. Es lenta, contenida y meticulosa. Una sucesión de planos detalle, de rostros que aprietan mandíbulas y fruncen el ceño, de sentimientos sugeridos a través de unas manos que trabajan el metal.

Clooney interpreta a un asesino que se ve obligado a esconderse en un minúsculo pueblo italiano para conseguir despistar a un grupo de cazarrecompesas sueco que quiere su cabeza. Allí recibirá una llamada que le invitará a realizar un último trabajo en el que, en vez de disparar el gatillo, tendrá que construirlo.

La película sigue el ritmo del cine clásico europeo. Corbijn coge el momento en el que los pistoleros de Sergio Leone están frente a frente, a punto de matarse en duelo, y lo estira durante dos horas. Esta tensión, subrayada por una utilización de la música casi testimonial -curioso, teniendo en cuenta que los trabajos previos del directos son montajes de conciertos de U2-, juega con el espectador creando una sensación de peligro constante, que cambia de objetivo cada cierto tiempo.

‘El Americano’, como el café, es simple y funcional. Posiblemente le mantenga encendido durante la primera hora, pero, después, un sabor amargo recorrerá su paladar pensando en lo que podría haber sido.

Los hombres que miraban fijamente a las cabras

Hay que estar como una cabra. Si es su caso, no lo dude, la película le apasionará. Si, por el contrario, considera que su raciocinio y su evolución mental distan mucho de la más absurda, divertida y extravagante paranoia, olvídelo, ‘Los hombres que miraban fijamente a las cabras’ no es para usted.

Dicho lo cual, confieso: ‘Los hombres que miraban…’ me apasiona. Supongo que por la misma oscura pasión por la que adoro mezclar el plátano con la morcilla o las películas de Jackie Chan -un prohombre hecho a sí mismo-. No hay objetividad ni parámetros establecidos (guión, actores, dirección, fotografía) a los que atenerme. Ni uno sólo. No creo que exista nadie en el mundo capaz de calificar sus valores cinematográficos y, sin embargo, no tengo ninguna duda de que es una obra de culto. Una genialidad.

Es que lo veo claro: Cuatro actores famosos haciendo botellón en un loft de Nueva York. Uno dice: “¿No hay huevos para hacer una película de soldados que se creen Jedis que descubrieron sus poderes tumbando cabras con la mente?” El buen rollo que se respira entre los actores es palpable. George Clooney, Jeff Bridges, Ewan McGregor y Kevin Spacey son memorables. Bridges con aires de Lebowsky, McGregor parodiando a su propio Obi-Wan Kenobi de ‘Star Wars’ y Spacey haciendo lo propio con el Lex Luthor de Superman. Se ríen de ellos mismos y, por eso, funcionan tan bien.

Verles hacer el ganso sin un guión lógico es tremendamente refrescante. Y lo mejor es que lo hacen con suma naturalidad, diálogos que, interpretados por otros, sonarían a comedia chorra de medio pelo. Atravesar paredes, encontrar un lugar en el mapa gracias a la ‘visualización remota’, dominar la voluntad del otro con el poder de la mente, usar la técnica del cangrejo… son perlas que sólo ellos, los guerreros Jedi, pueden hacer en la gran pantalla sin el más mínimo complejo.

En el mundo hay dos clases de personas, las que, al terminar de ver ‘Los hombres que miraban…’ dicen “menuda chorrada” y los descerebrados que alzan la voz: “¡Qué genialidad!” ¿Y tú de quién eres?

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