Recuerdo muy bien la noche en que mis padres trajeron a casa la nueva televisión. Yo era un zagal distraído y tragón que disfrutaba de la época por excelencia del mantecado -no han cambiado tantas cosas-. Sentados en los sillones del salón, los pequeños de la casa mirábamos la enorme pantalla de 20 pulgadas que rellenaba un hueco del que, hasta entonces, no habíamos sido conscientes.
Como la familia que recibe a un nuevo miembro, la mimábamos hasta el exceso. No en vano, por aquel entonces la televisión nos daba dibujos animados por la mañana, series por la tarde y película por la noche, al contrario que ahora: corazón, realities, corazón. En fin, dejaré la tele para el señor Esparza -mi vecino, a dos páginas-. El caso es que aquella noche que tuvimos la tv en casa vi, por primera vez, ‘Robin Hood, Príncipe de los Ladrones’. Y me encantó.
Hasta entonces, Robin Hood era un personaje con perilla y en blanco y negro que había visto en casa de mi abuela. Épica y aventura llenaron mi cabeza de pajaros y pasé todas las vacaciones jugando a ser Kevin Costner con un arco que me construí en el campo.
La cinta de Kevin Reynolds (que luego repetiría con Kevin en la desastrosa Waterworld) fue rodada en 1991. Desde entonces, nadie se había atrevido a retomar, con puntería, la historia del noble convertido en rey de pícaros. En 2010, 19 años después, el siempre memorable Ridley Scott hace su particular versión del héroe de Nottingham con un protagonista de lujo: Russel Crowe. Una película que, sin serlo, rezuma aromas de ‘Gladiador, segunda parte’.