Eva es un nombre original. No por único, sino por su intrínseco valor en la historia de la vida. Ella estuvo presente con todo el embrollo aquél de la manzana, la serpiente y demás malentendidos divinos. Con la excepción de Adán, es la única persona que supo qué fue antes, el huevo o la gallina. Es un nombre que, por su maravilloso valor humano, añade ciertas connotaciones a sus portadores.
Miren, por ejemplo, a la ‘Eva’ de Pixar. Hace poco volví a ver la excelsa ‘Wall-e’ y, una vez más, me emocioné hasta el extremo. Lo que esa película consigue con las personas es mágico: el niño que mira el mundo con los ojos del novato ve a un tierno robot con el que es fácil identificarse; ve a otro niño como él, solo que de metal. Un niño con deberes, con obligaciones pero que no pierde la oportunidad de vivir una aventura sensacional. El joven adulto ve el mundo devastado que le rodea, la hostilidad y la soledad que acompaña al que aspira, al que quiere, al que anhela el cambio; ven a un rebelde. Y la experiencia ve a un ser que ha vivido tanto que sabe que los pequeños detalles son los que quedan: las películas en blanco y negro, una canción, un baile, un apretón de manos. ¿No es mágico?
Wall-e y Eva tienen uno de los diálogos más simples y al mismo tiempo más preciosos del cine. Sólo dicen el nombre del otro. Y con diferentes tonos componen una música que todos sabemos leer. “Espérame”, “yo te ayudo”, “déjate querer”, “aquí estoy”. “Te quiero”.
Cuando Eva llega al mundo encajonado, triste y gris, su única misión es encontrar el último atisbo de vida que queda. Una lágrima de esperanza para una sociedad atiborrada de aspiraciones inútiles y vaguedades tecnológicas. En su periplo interestelar se equivoca y confunde los bandos. Con esa estética a lo ‘Apple’ (manzana), tendrá que dejarse guiar durante sus primeros instantes de vida hasta encontrar su propio camino. En realidad, la película narra el principio de su vida, la enseñanza primera que no deberá olvidar jamás: cree y aférrate. Un bautizo en toda regla.