En 1993 los salones recreativos eran los lugares más tentadores y pecaminosos del planeta. Los adultos nos decían que allí sólo iban los malos de la clase, trafincantes, ladrones, y vendedores de cromos con droga en su interior -ya saben, uno de los rumores más elaborados de la generación de los ochenta-. Por aquel entonces sabíamos apreciar las máquinas de videojuegos. Aquellos dibujos en movimiento accionados por una palanca y varios botones bien merecían 25 pesetas de nuestra vida.
A los once años mis sábados transcurrían con cierta rutina en compañía de mis primos. Recuerdo perfectamente una de aquellas tardes con sabor a nocilla: íbamos a ver una película al Multicines Centro, que era la meca de la modernidad en Granada -cómo hemos cambiado…-. Además tenían una oferta maravillosa: ¡Con la entrada del cine te regalaban una bolsa de palomitas! Para recogerlas tenías que entrar por la puerta de atrás del edificio y pedirlas en una especie de bar que solía haber allí. Pero claro, entre medias, te cruzabas con una decena de máquinas recreativas que sonaban a parque de atracciones de Pinocho.
Aún me emociono al recordar aquel tugurio de mala muerte: Golden Axe, Los caballeros del Arturo, Némesis… Mi cabeza de once años intentaba hacerse un hueco entre los enormes adolescentes que se extendían como una plaga por todo el local. Casi por arte de magia una maravillosa composición musical de 16 bits -que aún soy capaz de tararear- se metió entre mis dos enormes orejas. Seguí el aroma hasta un escandaloso tumulto de jóvenes: aquella máquina era la reina.
Los jugadores tenían un religioso sentido del honor y la competencia que les obligaba a abandonar los mandos cuando eran derrotados para que otro rival pudiera arriesgar sus 25 pesetas. En la pantalla peleaban con violencia, pero al terminar vitoreaban al ganador y compadecían el fracaso. Necesitaba ser parte de ese ritual.
Como el ratón que busca el queso dentro de laberinto, me escabullí entre tanta pubertad para colar mis cinco duros dentro de la máquina. “¿Chaval, qué haces?” Quería jugar. “Esto es para mayores”. La suerte estaba echada. “Tú veras, es tu dinero…Tienes que elegir un personaje” Sí, un personaje. Mí personaje. Me iba a convertir en un héroe que viajaba por el mundo para luchar contra guerreros de todos los colores. Adrenalina. “¿A Ryu? Pues yo seré Ken”, me dijo el grandullón.
Todo sucedió muy rápido. No sé por qué, pero gané. Gané al gigante. Me gritaron, me subieron a un pedestal y me llamaron prodigio. Entonces fue cuando lo supe: nací para ser un ‘Street Fighter’.
Los clásicos nunca mueren