La gran escena de ‘Los Inmortales’ (Russell Mulcahy, 1986) transcurre con la épica melodía de Michael Kamen de fondo. Volamos sobre las verdes praderas escocesas y, con el rechinar de dos espadas, la del maestro y la del alumno, asistimos a una lección que perdurará como el tiempo: Juan Sánchez Villa-Lobos Ramírez (Sean Connery) cabalga sobre un corcel blanco por una playa de costas azules. A su lado, Connor MacLeod (Christopher Lambert) corre como si -irónicamente- no hubiera mañana. Su visible rostro de cansancio, agotado ante los incesantes gritos de Ramírez (“¡más deprisa, más deprisa!”), no alcanza el ritmo esperado.
“Nunca pierdas la calma. Si tu cabeza se separa del cuerpo, se acabó”, instruye a golpe de acero sobre la frente del aprendiz. “No ataques nunca sin controlarte, te haces vulnerable y pierdes el equilibrio”, insiste. Los días, que pasan por segundos sobre la pantalla, muestran a un MacLeod que planta cara al desafío constante. Llegando, incluso, a pronunciar la duda -quizás condena- a la que estaba abocado desde el principio: “¿Si al final quedásemos solos tú y yo, me cortarías la cabeza?” Ramírez despliega una sonrisa que baila entre el orgullo del profesor que descubre los avances de su alumno y la fina ironía que sostiene sus combates; su amistad.
Pero es él, Ramírez, el que está destinado a ser su enemigo más íntimo y, al mismo tiempo, su hermano en vida, el que le brinda la última lección: “Confía en mí”, dice Ramírez, de nuevo en la playa. “Tienes que sentir al nuevo MacLeod dentro de tí, siente los latidos de su corazón -resopla e imita, con sus pies, el movimiento de un toro antes de correr-. Su sangre por tus venas… ¡Siéntelo! ¡Vamos!”
Connor MacLeod concentra todo su ser en lo que le rodea. En la naturaleza, en el cielo y en el mar, en la tierra y los animales; en la vida. Y, como ese cosquilleo que precede a la alegría, sonríe con plenitud, casi ingenuo: “¡Lo siento!”
Mientras corre por la playa, el alumno acaba de descubrir el objetivo de todo su entrenamiento. Es consciente de que la lección de Ramírez no era por la supervivencia, la supremacía, el éxito o la batalla. La lección que debía perdurar en el tiempo era, ni más ni menos, que un compromiso. Un compromiso eterno e inmortal, fruto del amor más sincero.