El primer día de lluvia

El primer día de lluvia de la temporada siempre me pilla de mal humor. O al revés. No sé. El caso es que me levanté contento porque había quedado para echar un partidillo con el equipo. Nada serio, un amistoso. Pero claro, teníamos ganas de jugar y, cuando cayeron las primeras gotas, se nos emborronó la sonrisa con pensamientos del tipo: ¿para esto madrugo yo un sábado? Cuando la nube pasajera se convirtió en un calabobos continuo decidimos abandonar la esperanza y nos fuimos, cabizbajos, para casa. Y ahí empieza lo peor.

¿Qué pasa cuando llueve? ¿Por qué la gente olvida cómo se anda por la calle? ¿Por qué nos empeñamos en empujarnos los unos a los otros sin sentido? ¿Nos mojamos menos así? ¿Qué tienen los paraguas para eliminar todo el raciocinio humano y devolvernos a un estadio cercano al chimpancé? Así iba yo, maldiciendo a propios y ajenos, cuando, por supuesto, metí el pie, con fuerza, en un charco. Choff.

Llegas a casa, frustrado, y te das cuenta de que estás calado hasta los huesos. Haces por ducharte rápido, secarte, ponerte ropa seca y cómoda y, cuando te quieres dar cuenta, descubres que el frigorífico está tiritando. Regresas a la calle, al supermercado, y vuelta a empezar: lluvia, empujones, choff, calado, seco y, por fin, sofá.

La luz grisácea que entra por la ventana parece ir al compás del tintineo de las gotas al chocar con la ventana. Escuchar el cambio de estación da paz. Reconforta. La manta del armario vuelve a tener sentido, abrigando una tarde que se acurruca bajo la lámpara, con la pantalla presentando al elenco de actores que prometiste visitar, una vez más, en una tarde como esta. Perfecta. De lluvia.