No soy un gran aficionado a los deportes de motor. De hecho, más bien nada. Pero, por casualidades del destino, hace un par de años estuve en el gran premio de Montmeló, viendo la estela de Fernando Alonso y compañía pasando a la velocidad de una onomatopeya. Nada más bajar del tren, a varios kilómetros de distancia, ya se oía el espectacular rugir de los motores. Y allí, a unos metros del cemento, es inevitable abrir la boca en un gesto de asombro. De espectacularidad.
Tampoco les negaré que el morbo y la ignorancia te llevan a los más macabros pensamientos: ¿Y si se sale de pista? ¿Y si se chocan en la salida? Preguntas que te mantienen en vilo y a las que, en realidad, esperas no dar respuesta. Ayer, cuando vi el lamentable accidente de Marco Simoncelli, en el que falleció, me invadieron infinidad de sensaciones. La principal, angustia.
Como les digo no controlo mucho del tema, pero sé que Valentino Rossi, otro piloto implicado en el accidente, era buen amigo de Simoncelli. Rápidamente, la imagen del circuito pausado, de las miradas inquietas, del casco rodando por el suelo de Sepang, me llevó a ‘Días de Trueno’, le película de Tony Scott (‘Imparable’, ‘Deja Vu’) en la que Tom Cruise interpreta a un piloto de carreras que, tras un accidente, no puede volver a subirse al bólido. Por puro miedo.
Miedo. He de suponer que todos los pilotos de Fórmula 1 o de motos o de Náscar o de Rallys, tienen muy asumido el miedo. Muy superado. Pero yo, como triste desconocedor y mero espectador, pienso en los compañeros de Simoncelli que, sin duda, prepararán la siguiente carrera porque son profesionales. Por la memoria de su amigo. Y por una irracional pasión que vale más que la propia vida.
¿Escucharon el trueno por la mañana? A mí me despertó, bruscamente.