Siempre se puede estar peor. Si miran a su alrededor verán vecinos que perdieron su trabajo. O que nunca lo tuvieron. Verán hijos desatendidos, hermanos peleados y juramentos rotos. Escucharán gritos desalentadores, súplicas, ruegos y lamentos que claman al cielo. Olerán el miedo del que no puede afrontar sus números, sentirán el roce de una piel fría que pierde su techo. Saborearán el hambre, la sed, el odio, la guerra: esta perra vida.
Pero siempre, te bañes en lodo o te bañes en oro, hay que aspirar a estar mejor.
Supongo que nadie llega a ser tan sabio como para descifrar dónde reside ‘La chispa de la vida’. Pero la tragedia de Roberto Gómez (José Mota), un cualquiera con aspecto de semejante, es bastante reveladora. Pese a no pronunciar en ningún momento de la película de Álex de la Iglesia la palabra ‘crisis’, es muy probable que resuene en su cabeza. Una crisis de la clase media, de los que aguantan en mitad de la tabla sin poder celebrar el éxito ni el fracaso. De los que aguantan estoicamente el “es lo que hay, da las gracias”.
Estoy convencido de que uno de las amargores que dejará esta triste y oscura época será el maquiavelismo y la demagogia con la que los dueños del dinero jugaron con nosotros. Ya saben a lo que me refiero: trabajadores que se agarran a piedras ardiendo que nadie puede -quiere- apagar. La impotencia de tener que tragar lo que sea con tal de mantener un empleo estancado que sigue aumentando los beneficios de una cúspide poco generosa con el reparto del botín.
El bueno de Roberto pasa por una experiencia excesiva e improbable con la que, irónicamente, es fácil sentirse interpelado. Porque hoy, más que nunca, es posible sentir el frío aliento de una espada que se cierne sobre nosotros sin compasión. ¿Quién podría culpar al que quiere mejorar, al que quiere demostrar y utilizar su talento? Esa chispa, como les digo, no sé dónde está. Pero, por si acaso, abracen a los que tienen cerca. Tal vez el resto no tenga remedio. O importancia. O vida.