Vendedores de humo

Mientras Rajoy arengaba a las tropas en el Debate del Estado de la Nación, una persona perdió su empleo. No un cualquiera sin importancia. No: una persona. Sí, esa que tienen a su lado y que hoy vuelve a la calle a hincar el diente a la yugular que se preste. Y mientras Rubalcaba lanzaba el guante y reclamaba poder, otra persona seguía buscando un empleo. No un cualquiera sin importancia. No: otra persona, igual que la primera, con una angustia repartida en partes iguales.

Ambas personas, tan importantes como cualquiera, encendieron la tele, vieron a los políticos departir y clamaron al cielo: «¿De verdad os importa lo que nos pasa? ¿Por qué nos sentimos desamparados, ignorados, anulados y oprimidos?»

Abandoné el debate y busqué ‘El vendedor de humo’, película realizado por la escuela valenciana ‘PrimerFrame’ y ganador del Goya a mejor cortometraje de animación. Disfruté los seis minutos con una media sonrisa, tan sincera como ácida. Supongo que, de alguna manera, era lo que nos querían contar. En el corto, un tipo de aspecto reluciente se sube a un atril a darle a los vecinos de un pequeño pueblo todo lo que le pidan: ¿ropa, lujos, oro? ¡lo que sea!

El tipo, siempre sonriente, ofrece a sus espectadores una ilusión. Un espejismo que les despista, les hipnotiza y, finalmente, les aturulla con su propia e irreal riqueza. Humo. El tipo vende humo. Humo como el que se respira en los pasillos de gente bien. Humo como el que sale de los caros puros que ahuyentan los pasillos del Congreso. Humo como el que nubla la visión y la vocación de todas las personas importantes. Humo como el que se vende, barato, entre debate y debate.
Imaginen un ventilador enorme. Uno muy grande, descomunal. Un ventilador que empuja el aire y destruye el humo en pequeñas e insignificantes virutas del pasado. Eso debemos ser: un torbellino.

Debate, que algo queda

Tengo un problema. Cada vez que se acerca un debate electoral mi mente, degenerada después de una adolescencia de seriales televisivos a caballo entre ‘Salvados por la Campana’ y ‘Cosas de Casa’, se imagina el diálogo que habrán tenido los candidatos antes de enfrentarse al atril. Mariano, por ejemplo, le diría a su jefa de campaña: “¿Qué hago si me pongo nervioso?” Y ella, cómplice y maestra, le enseñaría el truco con el que consiguió ganar el Encuentro Nacional del Debate de la madre Patria: “Mariano, imaginate a todos en pelotas. A cámaras, periodistas y público. Mariano, ¡a toda España desnuda!”

Alfredo, tal vez, pidiera consejo para superar los sudores que le recorren la piel y el leve tartamudeo que le entra cuando se pone nervioso. Y, claro, su jefa de prensa, que también ganó el Encuentro Nacional del Debate de la madre patria, le diría con cariño: “Alfredo, visualiza a todos con las gónadas al aire. A fotógrafos, iluminadores y parroquias de bar. Alfredo, ¡a toda España desnuda!”

Siempre he creído que política y carisma deberían ir de la mano. Quiero decir que puede haber mentes brillantes que despunten en economía, justicia, relaciones internacionales y demás segmentos públicos. Pero a un líder, además, se le pide un plus. La persona que se suba al atril debe guardar una serie de cualidades extra como presencia, capacidad de arrastre, credibilidad… Talentos que acompañan a la confianza.

Mientras escribo estas líneas no sé cómo habrá acabado el dichoso debate. Supongo que con dos ganadores, como es usual. Pero sí sé que el interés que generan los dos principales candidatos es mucho menor de lo esperable. Por suerte, después de una adolescencia frente al televisor, llegó una juventud de cine. Y ahora me viene a la cabeza la épica dialéctica de ‘El Discurso del Rey’, el poder de saber decir las palabras, de saber comunicar, de saber expresar, de saber importar.

No veo líderes sobre el atril. No sé ustedes. Yo Me siento desnudo.