A propósito de Llewyn Davis, la pregunta

El día que te sientas en el váter y sientes que tu vida reside una taza más abajo. El mismo día en que todas las palabras del mundo se ordenan para formar una única pregunta: ¿Qué haces? Ese día es el día en el que todo se desmorona. Y lo hace a un ritmo pausado pero constante, como si cada vez que pensaras en una de las partes que componen tu esencia le lanzaras una bomba atómica y desapareciera de la faz de La Tierra. Pero no de tus recuerdos. Porque todo reside en la taza de abajo y nada casa con la respuesta que nace, instintiva, a la pregunta. Que qué haces, insistes.

Los músculos aprietan y las piernas se tensan mientras das la respuesta más sincera que puedes: la música. Siempre fue la música. No quieres despachos, no quieres áticos, no quieres alcanzar la cima de ningún reino de debes y haberes. Eres música. Así que, sin levantarte de tu actual trono, silbas o tarareas una canción para demostrar que no todo lo que sale de ti reside una taza más abajo. Casi te emocionas, atrapado en esas finas y estrechas paredes repletas de números de teléfono, ante la honestidad que derrochas. Por arriba y por abajo.

Piensas en el momento de abrir la puerta y salir, una vez más, a la fría calle. Eres como el protagonista involuntario de una triste canción folk que gatea por una larga avenida sin rumbo, sin espíritu y sin pan. ¿Y si eres el único estúpido que cree que eres música? ¿Y si el resto tiene razón y deberías haber limpiado una mesa y ejercitado una preciosa firma millonaria? ¿Y si te estás convirtiendo en ese agua lastimosa que recoge los llantos, una taza más abajo?

Cabreado, te levantas, abres la puerta de una patada y abandonas el sillón como una piedra rodante que aprende, con paciencia, que los tiempos van cambiando. Eras una melosa voz que susurraba letras en escenarios vacíos y ahora quieres gritar, saltar y dejar que la carótida supere la vibración. Tal vez eras un tanto folk y ahora necesites más rock. No tienes hambre ni frío. Sólo tienes música. Solo eres música.

Ahora, cambie la vocación ‘música’ por la que le pida el cuerpo. Entenderá, entonces, por qué los hermanos Coen hablan de usted en ‘A propósito de Llewyn Davis‘. Una de las múltiples razones que la hacen bella.

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Western (I): Grupo Salvaje

El nombre lo es todo: decidirá el respeto que profesas, la gloria de tu leyenda y, en consecuencia, el puñado de dólares que vale tu cabeza. El vaquero es tan héroe como villano. Es sucio, tiene arrugas y suda -casi se puede oler su presencia-. Su voz rasgada por el tabaco y el alcohol habla, pedante, de los cadáveres que dejó atrás y de las mujeres que gritaron por última vez. Pero también de los hermanos de sangre, las hazañas que limpian su espíritu y el código de honor, nunca escrito, que jerarquiza una vida mercenaria.

El Western es el género que nos reconcilia con nuestros pecados. El más humano, porque describe a la perfección la ambigüedad del hombre. Cuando Pike Bishop (William Holden) entra en el pueblo vestido con un uniforme militar, al principio de ‘Grupo Salvaje’ (Sam Peckinpah, 1969), sus pasos solo son silenciados por el sermón de un cura que pide a sus fieles que abandonen el alcohol y que firmen por una vida ejemplar a los ojos de Cristo. Lejos de ser el justiciero que aparenta, Pike desenfunda rápido y atraca la estación de ferrocarril. Mata a inocentes, abandona a sus compañeros caídos en la refriega y brinda, con los supervivientes, por el botín obtenido.

La película de Sam Peckinpah es como una tarde de ajedrez. Nadie juega siempre siendo las blancas o las negras; todos, tarde o temprano, nos situamos al otro lado del tablero. Lo que nos define es la formar de actuar en cada bando. Que, en el momento de dar el jaque mate, rodeado por la más triste soledad, seas consciente de que el otro, el que está a punto de morir, merece un lingotazo de whisky a su salud. Y poder decir: “Fue un honor, amigo”.

‘Grupo salvaje’ se estrenó una semana después de ‘Valor de Ley’, en 1969, y no pudo con el buen hacer de John Wayne. Hoy, 42 años después, los Coen desempolvan el clásico con un Jeff Bridges imponente y creo que es de justicia recordarles a ellos, a la banda de Pike; a los que perdieron el duelo y engradecieron la leyenda de la película. Porque sí, porque puede que el ‘Grupo salvaje’ fueran unos cabronazos. Pero fueron la clase de hijos de puta que te gustaría tener cerca el día que un ejército se cierna sobre ti. La clase de hombre con la que nunca se muere, con la que te haces leyenda.