A los que conocimos a Miyamoto

Link despertó a medianoche, zarandeado por las suplicas de una princesa encerrada en las mazmorras del castillo. Al abrir los ojos, encontró en un cofre la lámpara con la que podría abrirse paso a través de los pasadizos secretos que se escondían bajo un seto del jardín imperial. Mientras tanto, Mario saltaba con insistencia sobre el caparazón de Bowser, engrandecido por el poder de las setas, después de recorrer a lomos de Yoshi la última tubería del reino. Donkey Kong, cansado de lanzar barriles, lucha contra un enorme cocodrilo de dientes afilados, y Fox McCloud, escoltado por Falco Lombardi, navega por el espacio para cumplir su misión: destruir a Andross.

El mando de la Super Nintendo tenía cuatro botones de colores, una cruceta y dos gatillos en la parte superior. Bastaba con pulsar ‘start’ para empezar una aventura que rompía con las reglas establecidas: tú eras el nuevo héroe. Como el Bastian que se imaginaba Atreyu, Shigeru Miyamoto consiguió transformar sus píxeles de 8 y 16 bits en portales de la imaginación. Ahora, en un mundo dominado por la tecnología, el debate se acepta: ¿son los videojuegos un arte? Antes, hace quince o veinte años, era impensable, una barbaridad, una muestra supina de ignorancia y una ostentación de catetismo. “Marcianitos y disparitos”, decían, y nosotros, una legión en ciernes, aguantábamos.

Que Shigeru Miyamoto, padre de ‘Super Mario’, ‘Zelda’, ‘Donkey Kong’ o ‘Star Fox’, y, más aún, inspirador del videojuego moderno, haya ganado el premio Príncipe de Asturias de la Comunicación me apasiona. Y yo, nosotros, aquellos engendros frikis que fuimos tachados y silenciados por una masa que ‘sabía’ que los jueguecitos eran burdos entretenimientos, nos damos el gusto de expulsar todo el aire que contuvimos durante años: “Os lo advertimos”.

Tal vez, con otra década de por medio, los libros de texto hablarán de los que conocimos a Miyamoto, de los que disfrutamos de los clásicos del videojuego en todo su esplendor. Hablaremos de Link, Mario y compañía como el que se emociona al recordar su primer visionado de ‘Tiempos Modernos’, ‘Blade Runner’ o ‘Indiana Jones’. Hablaremos de Arte.

La teoría Sinde-PSX

La piratería tuvo su primer momento de esplendor hace diez años, con la Playstation (PSX) dominando el mercado. Los videojuegos de ordenador siempre habían pasado de un joystick a otro en cajas de diskettes de tres y medio y cedés. Con las consolas fue distinto. La Super Nintendo, por ejemplo, tenía un complicado sistema de copia de cartuchos que muy pocos vimos en funcionamiento. La regla establecida y aceptada era que la piratería no existía en estos dispositivos. Pero pronto descubrimos nuestro error.

El rumor corrió como la pólvora: ciertos comercios (normalmente videoclubs) se dedicaban a instalar un poderoso chip a la PSX con el que podrías utilizar juegos no originales que ellos mismos vendían por tres mil pesetas -que, en algunos casos, ellos mismos importaban de Japón o EEUU-. Teniendo en cuenta que uno legal rondaba las ocho mil, la tentación era inevitable. Con el paso del tiempo, los más avispados descubrieron dónde estaba el negocio: comprar una copiadora/grabadora de cedés. Así, ante una demanda que subía imparable, el sistema de alquiler de juegos se extendió por todos los videoclubs de España. La técnica era sencilla: pagabas doscientas pesetas por llevarte un día a casa el ‘Duke Nukem’, lo grababas y luego lo vendías por trescientas. A varios colegas.

Años más tarde sucedería igual con las películas y las copiadoras de deuvedés. Nadie previó, sin embargo, que este sistema económico basado en la rémora y el tiburón terminaría por arrasar casi por completo un modelo de negocio: el top manta llegó a la calle.

Un salto más en la línea temporal y llegamos al final de la primera década del nuevo siglo. Desde una página de Internet descargamos series, películas y videojuegos. Nada se escapa. La piratería sigue en la calle, pero en una considerable menor medida. Por primera vez en diez años, el usuario va directamente a la fuente: una red abierta.

2011. Sinde amenaza con cerrar todas las puertas posibles a las descargas ‘ilegales’. Y yo, ignorante, pregunto: ¿De verdad alguien cree que hay manera de frenar la piratería? ¿No es altamente estúpido suponer que esta medida no favorecerá a ciertas mafias que seguirán traficando con contenidos audiovisuales a sus anchas y lucrándose con ello? ¿No era mejor dejar la decisión en las manos del usuario? ¿Quieren que sus hijos hagan como yo y se metan en ‘videoclubs’ a comprar juegos y películas piratas? No les negaré que fue divertido, pero creo que no necesitamos volver al Chicago de Al Capone.