Planet 51

Planet 51 es una delicia. Visualmente hablando, claro. Después de casi un siglo de animación en el cine haciéndonos creer que nunca, nunca, una película española podría competir con una producción estadounidense, ha quedado demostrado que nos tenían el cerebro absorbido. Planet 51 y El Lince Perdido son dos ejemplos de la excelencia y el buen hacer patrios. Sin embargo, la ironía con los alienígenas dibujados en España es considerable.

Sigamos el silogismo, no falto de ironía: Hasta ‘ayer’, si un animador quería triunfar en el cine tenía que aprender inglés y hacer el petate rumbo al Far West. Porque, hasta ‘ayer’, lo único con lo que podíamos competir era con buenas ideas. Hoy, sin embargo, demostramos que no hay diferencias artísticas entre Planet 51 y ‘Monstruos vs. Alienígenas’. ¿Qué hacemos entonces cuando hemos conseguido ideas y técnica? Nos gastamos el dinero en una película animada en España pero con un guión escrito por un yanki. Ains.

Gracias a películones como Wall-E y Up, la animación no es sólo cosa de niños. Y es un error querer verlo así. Planet 51 no funciona en ningún caso. La historia, pese a la originalidad del arranque y unos buenos primeros minutos, es una sucesión de tópicos sin chispa. Con el agravante de que el guión está escrito con la norma del “si funcionó antes, funcionará ahora”. Así, tenemos una versión idéntica del robot de Wall-E, guiños constantes a Aliens, Star Wars, E.T., y momentos muy ‘made in Usa’ del tipo “aunque parezca un tipo exitoso por ser el primer astronauta que encuentra un planeta con vida inteligente, en realidad tú, adolescente de pueblo, eres mucho más importante porque estás enamorado de tu vecina desde el primer día que la viste”.

Planet 51 es brillante en su ejecución. Magistralmente animada y tremendamente agradable a la vista. Pero el guión, el corazón que al final bombea el éxito, es un fracaso. Guión, por cierto, del mismo que creó Shrek… Quién lo diría. Razón que explica las continuas americanadas -bandera americana ondeando al viento- y que el único guiño español sea ‘La Macarena’, que, como dice uno de los personajes, “es el arma más mortífera que he visto nunca”.

El Baile de la Victoria

El Baile de la Victoria dura 5 minutos. Cinco minutos espléndidos. Los cinco minutos que cierran el nudo de la trama, a falta de veinte minutos para el final de la película. Sobre el escenario de un gran teatro, una chica se dispone a bailar. Su cara, sin ser el rostro de la belleza típica y tópica a la que nos tiene acostumbrado el cine, es preciosa. Concentrando toda su pasión en unos labios tentadores y una mirada que busca la inspiración en su pasado, empieza a mover los pies al son de la música.

El misterio de la escena se multiplica cuando miramos al público del teatro. Todos están embelesados con el baile de ella, Victoria (Miranda Bodenhofer). Hay un joven que la mira con los ojos del que suspira por otra oportunidad, enamorado. Hay un argentino con barba de dos días que intenta concentrar su atención en el resto de la sala, pero lo que ocurre sobre el escenario funciona como un imán que termina por centrarle. Un cubano se esconde tras la cortina. Una señora fuma en lo alto del graderío, orgullosa. Un hombre, incrédulo, toma cientos de notas en su libreta al compás de la música con la que cuatro violinistas subrayan los movimientos de la joven bailarina. Y hay una pistola.

Esos cinco minutos, aislados por completo del resto de la película, funcionan como una honrosa candidata a los Oscars. Son cinco minutos de tensiones, de preguntas, de belleza y arte. Te descolocan, te hacen preguntarte quiénes son, cómo llegaron allí… ¿Por qué baila Victoria? Y sin una sola línea de diálogo; sólo música. Sin embargo, el resto, todo lo que rodea a ese momento, son pastiches. Estopa. Paja que emborrona el resultado, pese al más que evidente interés de su director, Fernando Trueba, por conseguir imágenes poéticas, diálogos memorables y metáforas a caballo.

El baile de la Victoria es una pena. Es un cúmulo de intenciones para convertirse en una gran historia. Un quiero y no puedo que llega a esclavizarnos a escenas encadenadas con pinzas. A encontronazos excesivamente fortuitos entre los protagonistas y a pequeños dramas inconexos que no consiguen nuestra empatía. La historia de Ricardo Darín y Abel Amaya -Amaya, por cierto, más cercano al Chapulín Colorado que a cualquier otra cosa-, dos ladrones en busca del gran golpe, termina por darnos igual. Trueba no lo consigue, excepto en cinco minutos de gloria.

Orgullo, Prejuicio y Zombies

Esto confirma que la mente del ser humano es poderosa. No voy a hablar del libro porque, para qué negarlo, nunca lo leí. Ni ‘Jane Austen’ ni ‘Orgullo y Prejuicio’ fueron santas de mi devoción. Ni de cerca. Sin embargo, hace un par de años piqué y me fui al cine a ver a Keira Knightley -semper fidelis, madam- interpretar a Elizabeth Bennet en una película que había tenido una acogida muy positiva entre la crítica.

Error. Y no porque la cinta sea mala. No lo es. Al menos objetivamente. Gran dirección, montaje, fotografía, música, actores, bla, bla, bla. Todo estupendo. Pero, amigos, menudo aburrimiento. Así que, como les decía, salí de la sala y pensé: “Lo buena que sería la película si, de repente, la nave de depredador se estrellara en mitad de la mansión de los pijos esos. O el octavo pasajero. O, quizás, se extendiera un virus zombie…”

Pedid y se os dará: Si han pasado últimamente por su librería favorita habrán visto una novela que seguro les habrá llamado la atención: ‘Orgullo, Prejuicio y Zombies’ (escrito por Seth Grahame-Smith y la original Jane Austen). La historia combina el romanticismo y la ‘pastelosidad’ de la obra original de Austen, con la barbarie, la sangre y el humor de serie ‘b’ que siempre acompaña a los no muertos.

La idea, como poco original, no se iba a hacer esperar en el mundo del cine. Así que cambiamos a la bella Knightley por la no menos bella Natalie Portman, que protagonizará la versión en gran pantalla de la historia de Elizabeth Bennet, una mujer que tiene que decidir entre su amor verdadero, Mr. Darcy,  y la erradicación de la amenaza zombie. Estoy entusiasmado.

Star Trek 2009

La nueva saga de Star Trek es lo más parecido que una película de Star Trek puede ser a Star Trek pero sin ser Star Trek. Y por eso me encanta. El genio más que comprobado de J.J. Abrams (Perdidos, Cloverfield, Misión Imposible III), su director, sorprendió con una película que reinventaba a los personajes clásicos del Enterprise para reescribirlos como lo hubiera hecho un fanático de Star Wars.

Lo mejor de Star Trek XI es que su objetivo principal es entretener. Entretener en todas las vertientes. Divertir y dejar volar la imaginación. Desde el primer minuto de la película, con ese genial montaje de una muerte y un nacimiento en el espacio, el espectador es arrastrado a una sucesión de aventuras cuyo único problema es que tienen un final… Aunque ya está confirmada la secuela para 2011, cómo no.

Al terminar la fanfarría de los títulos de crédito estaba plenamente convencido de que acababa de disfrutar de la mejor precuela de una saga emblemática hasta la fecha. Es más que probable que si usted no ha visto ninguna película o serie de Star Trek se plantee la posibilidad de no ver esta película por aquello de “vayamos a que no me entere de nada”. Incorrecto. Abrams dirige una historia en la que los personajes empiezan de cero. Personajes tratados con decencia; ninguno cae en el olvido ni en la vagueza de “sólo estar”. Todos protagonizan su pequeña parte de la aventura, convirtiendo al primer viaje del Enterprise en una travesía coral.

Ayer salió a la venta en DVD. Si se la perdieron en el cine, esta es su oportunidad. Si no se la perdieron, también. Chris Pine, Zachary Quinto (Heroes), Eric Bana (Hulk, Troya), Zoe Saldana (la veremos en breve en Avatar), John Cho (Flash Forward) y Karl Urban (El señor de los Anillos), entre otros, ponen rostro a la tripulación del Capitán Kirk. La aparición de Leonard Nimoy (el Spock original), pone la nostalgia. Larga vida y prosperidad.

Braveheart, 15 años y libertad

Yo soy William Wallace. Dios mio, como pasa el tiempo. Hace 15 años y todavía siento el mismo escalofrío cuando pronuncio esas palabras. Recuerdo, como si lo hubiera visto cientos de veces, que al decir mi nombre todos empezaron a reir. Uno de ellos gritó, entre carcajadas, que yo medía más de dos metros. “Sí, eso dicen -respondí-. Y mata hombres a cientos. Y si estuviese aquí acabaría con los ingleses echando fuego por los ojos, y también rayos por el culo”.

Fue el 29 de septiembre de 1995. Hasta entonces la guerra había sido contada de muchas maneras. Pero nunca la habíamos vivido desde dentro. Descubrimos que las espadas no eran juguetes para matar dragones, sino cruces que juzgaban la vida entera. Sentimos la inmensidad del miedo producida por un ejército enorme que se abalanza sobre nosotros: ¿El futuro, el paro, la familia, la enfermedad, la pobreza, el hambre? Da igual, era la guerra.

Nuestra guerra. La guerra de los que escuchamos cada una de sus palabras: “Tu corazón es libre, ten el valor de hacerle caso”. Y, dispuestos, cabalgamos sobre una moneda que da vueltas en el aire mientras sortea nuestro destino con la única fe de que “todo hombre muere, pero no todo hombre vive realmente”.

Quince años después seguimos siendo William Wallace. Somos los que creímos en nuestra vocación y arremetimos contra la inseguridad. “Luchad y puede que muráis. Huid y viviréis… un tiempo al menos. Y al morir en vuestro lecho, dentro de muchos años, ¿no estaréis dispuestos a cambiar todos los días desde hoy hasta entonces por una oportunidad, sólo una oportunidad, de volver aquí a matar a nuestros enemigos?”

No sé a qué ejército se enfrenta usted. Quizás es el mismo al que nos enfrentamos todos. “Puede que nos quiten la vida, pero jamás nos quitarán la libertad”.

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