El último desafío

Cuando entré al zoo de Cabárceno me impresionó el gorila. Era una bestia. La imponente corpulencia del animal sólo podía compararse a su desgarradora –y humana– mirada. Era un gorila anciano. Coloso, pero anciano. El rey indiscutible de la sala: un chasquido de sus dedos y todos nos hubiéramos postrado a escuchar sus gruñidos. Ayer, cuando vi a Arnold Schwarzenegger en ‘El último desafío’, me sentí igual que en Cabárceno.

Para la generación que creció con las estrellas analógicas de los 90 (los que hoy conocemos como ‘los mercenarios’), es impactante descubrir que el héroe se ha convertido en maestro. Luke es Obi Wan, Daniel San es Miyagi, el Señor Rosa es el Señor Lobo, Marty McFly es Emmett Brown, Rocky es Mickey… En fin, ya me entienden. Schwarzenegger abandona el rol de héroe por accidente, de alumno aventajado y de aprendiz de guerrero, para ser la voz de la experiencia. Demonios, Arnold es el maestro. Cómo pasa el tiempo, carajo.

‘El último desafío’, del koreano Jee-woon Kim, nos presenta a Ray Owens (Chuache), sheriff de un pequeño pueblo tejano que se verá abocado a una inesperada guerra para frenar la escapada de Gabriel Cortez (Eduardo Noriega), un terrible y acaudalado narco mejicano. No hay secretos ni giros inesperados ni profundidades escondidas en un guion complejo. No. Es una película sencilla, de chistes bajunos, diálogos chafarderos y patochadas escénicas. Pero, por el amor del T-800, me divertí como un niño chico en una piscina de bolas.

Arnold es un anciano. Lo es y lo parece, no se puede esconder. Y, sin embargo, sigue siendo el rey bárbaro y bestial cuyos primeros planos llenan la pantalla de ese carisma animal tan atractivo. Todo en la película de Kim gira en torno a Schwarzenegger y a su mitología. El hombre más fuerte del mundo convertido en un vaquero del nuevo Oeste, bajo la tutela imaginaria de un Clint Eastwood de otra era. Si no fuera por las tonterías que rodean a la cinta –incluida la penosidad del malo, no por el actor, sino por su ridículo papel que se reduce a conducir un coche–, sería una película decente. Sin embargo, me conformo con que sea entretenida. Como las de antes.

Y lo es.

Los prescindibles

Desarrollaron su carrera en un mundo violento, ingenuo y virgen de cromas y efectos dimensionales. Apretaban el gatillo, mataban al malo y posaban para la cámara con un chascarrillo prepotente, tan escueto como poderoso. Era su trabajo y eran los mejores. Mientras críticos y expertos les otorgaban adjetivos secundarios -comercial, palomitero-, regalaban a otros la gloria, el arte; la trascendencia. Después de todo, ellos eran héroes de acción, músculos sin cerebro que sólo valían para correr delante de la cámara y gritar como cosacos antes de romper un cuello. Antes de reclamar venganza.

Es curioso. La generación que se crió con ellos -con Schwarzenegger, Stallone, Van-Dame, Willis, Lundgren- convirtió esas películas en hitos culturales. En referencias continuas que describen a los niños que fueron y a los adultos que aspiraban ser. Aquellos niños hoy son el grueso de un grupo de jóvenes preparados y ambiciosos, con formación y capacidad para revolucionar el mundo y derrochar talento. Esforzados como Rambo, dedicados como McClane, fieles como Conan y eficaces como cualquier otro soldado universal. Y, sin embargo, no es así.

Ambos grupos -los actores y los espectadores- comparten hoy una categoría social similar: los prescindibles, los sacrificables; los que pagan el pato, los que salen perdiendo, el daño colateral, la nota discordante.

Y eso es el gran mensaje, la gran poética de ‘Los Mercenarios’ de Sylvester. La reivindicación de una época, de una generación, de un legado que reclama su lugar en el mundo. Si hubiéramos mantenido el título original, ‘The Expendables’, ahora hablaríamos de la segunda entrega de ‘Los Prescindibles’, un marco mucho más descriptivo y cautivador que el referente bélico.

La verdad es que no nos importa mucho la calidad cinematográfica ni la trascendencia filosófica de ‘Los Mercenarios 2’. Nos importa descubrir ver cómo los prescindibles se abren hueco a metrallazos en un mundo carcomido, repleto de cromas y falsedades, que añora el tiempo en el que ‘querer’ era sinónimo de poder. Yipikaiey.

Tropic Thunder

Dos años después me sigue pareciendo una maravilla. La muestra de que las apariencias engañan y de que, a veces, detrás de una cara de payaso y una filmografía a ratos cutre, puede esconderse un genio. Ben Stiller dirigió ‘Tropic Thunder’, cinta que en 2008 le valió a Robert Downey Jr. una nominación al Oscar por su papel de actor entregado que se mete, literalmente, en la piel de un negro (hace poco, por cierto, vi la película en versión original y su voz es espectacular; una pena el doblaje).

El caso es que quería sacar de la papelera de reciclaje a ‘Tropic Thunder’ para compararla con un estreno que nos llega en breve: ‘Los mercenarios’ (‘The Expendables’). A ver, la primera es una comedia que trata sobre un grupo de actores consagrados en otra época que quieren hacer la película de guerra más cara de la historia. La segunda es una cinta bélica que reúne a los actores más míticos del cine de acción de los 80 y 90 con el único objetivo de recuperar el espíritu de las mejor adrenalina. ¿Parecidos razonables?

Y hay otro punto en común. En ambos casos, el director de la película es un genio no reconocido. Tanto Ben Stiller como Sylvester Stallone son brillantes. Y lo digo totalmente en serio. Ambos han sabido aprovechar lo que tenían para culminar con éxito grandes proyectos -rodeados, eso sí, de bazofias XXL-.

Hay un tráiler en Internet de ‘Los mercenarios’ divertidísimo: empieza con imágenes de ‘Sexo en Nueva York 2’, ‘La última canción’, ‘Eclipse’ y otros pasteles del estilo. A continuación, unas letras impresas en la pantalla dicen: “Ya era hora de una película como las de antes”, con una gran explosión y los nombres de los protagonistas… Ains, qué ganas tengo de verla.