El legado de Bourne

‘El legado de Bourne’ sería un fantástico prólogo de una película de verdad. Una película como las que se hacían antes -las tres primeras entregas de la saga, sin ir más lejos-, con un principio, un nudo y un final coherente. Una película que persiguiera una idea concreta y clara, defendida con pasión y ambición. Una película donde sus protagonistas no cayeran en la amarga rutina del mercenario que cobra por correr delante de la cámara. Una película, al fin, que honrara el origen más puro, básico e indivisible del cine: el guion.

A ver. La nueva entrega de Bourne es, en su mayor parte, entretenida. Vale. Hay saltos, explosiones, carreras asfixiantes y algo de incertidumbre entre disparo y disparo. Pero es tan grande el descontrol, lo inconexo entre lo sucedido y lo que va a suceder, la falta absoluta de un rumbo, que el final llega calzado con una paupérrima ambición narrativa, y que esto no es más que un preámbulo a la siguiente entrega, que la sensación de estafa es inevitable. Estafa entendida como mero espectáculo de luces y sombras sobre un escenario vacuo. Inerte. Un ejercicio de marketing.

Aaron Cross (Jeremy Renner) es el sucesor de Jason Bourne. Un soldado física y mentalmente superior al resto, que se ve envuelto en una trama internacional tras los hechos acontecidos en la trilogía original. Pese al cambio de reparto, Tony Gilroy, el director, mantiene la estructura y busca una conexión directa con las aventuras de Bourne. Sin embargo, mientras el objetivo de ‘El caso’, ‘El mito’ y ‘El Ultimatum’ estaban bien definidos, en esta ocasión no es más que una excusa para rodar una entrega más. El objetivo es no terminar -algo similar a lo que pasa con ‘Prometheus’-.

Y si analizamos el entretenimiento por el entretenimiento, también hay grandes lacras: diálogos cargantes e interminables, una duración excesiva y una escena final que termina convirtiéndose en una parodia de sí misma.

Hay opciones peores para una calurosa tarde de verano. El problema es que cada vez es más difícil encontrar una mejor.

Los principios de Bourne

Corría el año 2005. Dos amigos comentaban las ganas que tenían de ver la segunda parte de ‘El Caso Bourne’. Yo, atrevido ignorante, me entrometo para decir, orgulloso, que no la he visto y que tal vez algún día lo haga. “Es la clásica película de videoclub, como mucho”, recalco. Los dos me miraron con el ceño fruncido y contestaron algo que todavía trato de digerir: “Uff, cómo te vas a tragar tus palabras”.

Dos años más tarde fui el primero en la cola de la taquilla, a las 16:30 horas, para ver con ansia el cierre de la saga: ‘El ultimátum de Bourne’. Sin duda, una de las trilogías más interesantes de los últimos años y una muestra de que es posible un cine de acción de calidad.

Y precisamente ahí reside el éxito de Bourne: en la combinación perfecta de suspense y acción. Por un lado, el guion inspirado en los relatos de Robert Ludlum y aderezado con la maestría de Tony Gilroy, engancha desde el primer minuto gracias a uno de los papeles más emblemáticos de Matt Damon. Jason Bourne es un personaje redondo que evoluciona entrega a entrega, en una enriquecedora búsqueda de identidad.

Al otro lado, los golpes. No quisiera lanzar un comentario poco meditado, pero creo que podemos afirmar que la saga Bourne goza de uno de los mejores tratamientos de la acción de la década. Esas peleas rodadas en espacios diminutos, paredes silenciosas convertidas en auténticos rings de boxeo, sin más acompañamiento que el sonido de los puños chocando con la piel, de la madera crujiendo, de los cristales cayendo. Persecuciones por tejados, circuitos inaccesibles en los que la cámara se convierte en un ojo imposible que vigila, sin tratamientos digitales, cada salto, cada giro, cada aliento que agota la escena.

El apartado técnico lo completa una excelente banda sonora, con uno de los temas más emblemáticos de Moby como guía orquestal de la escena final, previa a los créditos.